Las Hijas del Bosque: Nostralis - Libro 1

Capítulo 5: Astrid, la poseída.

Milo me observa asombrado.

—Es hora de irnos. — murmuró, preocupado.

Con un paso firme y decidido volvió a la puerta. Susurro unas palabras y salió, dejándome sola en el sótano.

Sin saber muy bien qué hacer, encaminé mi cuerpo a la puerta. Cuando la abrí el panorama era extraño.

El pasillo del ala oeste ya no era solo polvo y oscuridad. Era escarcha rompiéndose bajo mis pasos. Milo, que se encontraba al final del pasillo, giró apenas a tiempo para verlos aparecer: figuras blancas como huesos, envueltas en capas de niebla, con ojos que no eran ojos, sino cristales afilados. Eran el doble de grandes que Milo.

—Corre. —dijo él.

Pero mi cuerpo estaba inmóvil. No podía moverme, no después de haber visto a ese ser.

—¿Dando vueltas por el portal Cenicel? — pregunta uno de los centinelas.

Su voz era como un susurro múltiple, como si varias personas susurraran a la vez y no supieras de donde viene la voz.

—Si… — responde burlón Milo. — Me apetecía golpear a unos cuantos Nivrak para irme a descansar contento.

Cenicel idiota, no puedes contra nosotros. Que este sacrificio sirva como advertencia para tu reina.

Los monstruos gigantes atacan primero. Con una velocidad inhumana se desplazan alrededor de Milo, dando a conocer su número. Eran 3 centinelas contra Milo.

Milo no se quedó atrás. La daga que llevaba escondida brilló bajo la luz azulada que se proyectaba en el pasillo. El sonido del metal caliente contra el hielo llenó el aire. Uno de los centinelas cayó, pero los otros dos tomaron su lugar.

Enojados, levantaron a Milo en el aire, y millones de estalactitas se formaron e impactaron contra su cuerpo.
Milo cayó al suelo. Las estalactitas desaparecieron, pero él sangraba. Grandes gotas oscuras manchaban el piso helado.

—¡Milo! — grite sin reconocer mi voz.

Mis piernas finalmente respondieron, pero no fue para correr. Di un paso adelante, temblando. No por el frio, si no por algo que nacía desde dentro de mi pecho y quemaba como una fiebre extraña.

—Déjenlo — grité.

Pero no fue mi voz, ni fueron mis palabras.

Las sílabas salieron de mi boca como si otra presencia hablara a través de mí. Un idioma que no conocía, pero que resonaba en mis huesos. Sonaba como viento entre ramas secas.

Vareth naéth Noctalarin!

Las centinelas se detuvieron al instante. Temerosos de mis palabras.

El aire se volvió denso. Las lámparas del pasillo estallaron una por una, sumiendo todo el lugar a una penumbra. Y entonces lo sentí.

Sentí todo.

El crujido de la madera antigua. Las raíces escondidas bajo el suelo.

Y, completamente fuera de mí, un grito salió de mis labios. Y el pasillo respondió.

Una ráfaga de hojas secas brotó de mis manos. No eran hojas normales: eran de un naranja brillante, con filo y fuego apagado.
Las hojas volaron directo hacia los centinelas, que cayeron como estatuas de escarcha desmoronándose bajo el sol. Uno a uno. En silencio

Solo entonces recupere el control de mi cuerpo.

Corrí hacia el moribundo cuerpo de Milo, que me observaba incrédulo.

—¿Qué fue eso? —susurró— ¿Qué dijiste?

Negue con la cabeza, temblando.

—No lo se — respondí— No era yo.

El cuerpo de Milo estaba en mal estado. Las estalactitas lo habían atravesado como si fuera de papel, y ahora yacía sobre el suelo cubierto de sangre.

Me arrodillé a su lado sin pensar. Mis manos temblaban mientras lo abrazaba con fuerza, tratando —absurdamente— de contener su vida con mi calor.

—Astrid… tranquila —susurró con lentitud. Su voz era apenas un hilo.
—Incluso lo eterno necesita un fin para tener sentido.

—Tú no, Milo… —lloré, con un nudo apretándome el pecho.

Las lágrimas corrían sin freno, empapando su camisa, mezclándose con la sangre y el hielo.

—No puedo seguir perdiendo a las personas que amo. Por favor. No tú.

Mis sollozos resonaban por todo el pasillo, tan fuertes como el silencio que dejó la batalla.

Milo intentó sonreír. Apenas lo logró.

—Hey… tú eres más fuerte de lo que crees —susurró.
Una tos le robó el aire, y por un momento creí que no volvería a abrir los ojos.

Pero lo hizo. Solo para mirarme una vez más.

—No dejes que te conviertan en un arma. Tú eres… algo más. Algo viejo. Algo que incluso los centinelas temen.

Su cabeza cayó sobre mi hombro, y su cuerpo quedó inmóvil.

Lo abracé con fuerza, como si pudiera fundirlo con el mío, como si pudiera devolverle lo que le habían quitado.

El silencio que siguió fue insoportable. Un abismo.

Milo estaba quieto. Demasiado quieto.

—No, no, no… —murmuré, meciéndolo como si fuera un niño dormido.
—Tú no.
Mi voz era un hilo desgarrado.
—Por favor... quédate.

El suelo empezó a temblar bajo nosotros, comenzó a arder en un resplandor naranja. Como brasas escondidas bajo la madera.

—Por favor —repetí, sin saber a quién le hablaba. —No me lo quiten.

Mi mano se apoyo en su frio pecho. Todavía había algo. Un ritmo, lejano. Como un tambor en la niebla.

Entonces, el idioma volvió.

Na’rellen orínath Milo varen nostae...

Una luz dorada envolvió su cuerpo.
Como hojas cayendo al atardecer.

La sangre se detuvo. Las heridas no cerraron del todo, pero dejaron de sangrar.
Sus labios se entreabrieron. Y un suspiro escapó de ellos.

—Milo... —susurré, aún con lágrimas en los ojos.

Sus parpados temblaron y entones, los abrió.

—¿Astrid...? —dijo con voz ronca, casi incrédulo.

Yo solté una risa, entre el llanto. Me incliné sobre él y apoyé la frente en su pecho, aun sintiendo ese calor tenue.
—Estás vivo... estás vivo.

Mi cuerpo se elevó en el aire. Ardía. Todo en mi ardía como si me estuviera prendiendo fuego.

Una grieta se abrió en el pentágono. Y dentro de mi también.



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En el texto hay: reinos, magia, bosque jovenes aventura

Editado: 19.06.2025

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