Desperté envuelta en un silencio tan denso que, por un instante, dudé de haber despertado realmente. El único rastro de consciencia era el cosquilleo persistente en las yemas de mis dedos, como si la energía aún buscara un cauce por donde escapar.
Me encontraba recostada sobre una especie de diván, envuelta en sábanas ásperas, y el aire estaba impregnado de un perfume tenue, difícil de identificar, pero reconfortante de algún modo.
Me incorporé con cautela, mi cuerpo temblando aún bajo el peso de lo desconocido. Un pensamiento me atravesó con la claridad de una campana en el vacío: debía encontrar una salida.
No estoy preparada para lo que viene.
No estoy preparada para lo que ya está aquí… mucho menos para lo que se avecina.
Pero no llegué muy lejos. Sentada al borde del diván, Liora me observaba en silencio. Tenía las manos apoyadas en el regazo y los ojos fijos en mí. No había rastro del entusiasmo casi infantil que la iluminaba horas antes. Esta vez, su expresión era distinta: cálida, sí, pero también grave, como si llevara mucho tiempo guardando un secreto demasiado grande para ser compartido.
—Has vuelto —dijo con voz suave—. Pensamos que no despertarías por un buen rato.
—¿Qué fue lo que hice? —pregunté. Mi voz sonaba más ronca de lo habitual, como si hubiera atravesado una tormenta.
Todo mi cuerpo pesaba, pero no era solo agotamiento físico. Era como si algo se hubiera desgarrado en lo más profundo de mí, algo que aún no sabía nombrar.
Liora ladeó la cabeza, y su cabello cayó como un velo líquido sobre los hombros.
—Revelaste tu interior, Astrid —dijo, mirándome con una intensidad nueva. En sus ojos había algo que no había visto antes: reconocimiento—. No tengas miedo. Estamos unidas por los hilos del destino. Lo que viste… no fue una ilusión. Fue un recuerdo. Pero no solo tuyo.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Cerré los ojos un instante. La imagen del altar, de Ophelia arrodillada, de la figura helada… seguía grabada detrás de mis párpados como un eco persistente.
—¿Qué ocurrió con tu hermano? —murmuré, intentando distraerme, aferrarme a algo que pudiera comprender.
—Cuando las Centinelas atacaron, él… —susurró con una sonrisa melancólica—. En Nostralis, cuando alguien deja su cuerpo físico, su espíritu renace. Así ocurrió con mi madre, con mi padre… pero Rhydan nunca volvió. Es como si su espíritu jamás hubiera existido.
—Pero está vivo —dije, confundida.
Los ojos de Liora se abrieron con asombro, casi incredulidad.
—¿Por qué dices eso? —preguntó, inclinándose hacia mí.
—Porque lo vi —respondí, como si fuera lo más obvio del mundo—. En la visión de antes, su cuerpo emergía del agua. ¡Estaba a tu lado!
Liora me miró como si hubiese perdido la razón, como si hubiera pronunciado una palabra prohibida.
En ese momento, la puerta se abrió con un crujido suave. Al girar la cabeza, vi a Milo asomarse. No entró. Solo me observó, y con esa mirada fue suficiente.
—Cuando estés lista, ven. Los demás quieren hablar contigo —dijo.
Asentí en silencio. No parecía enojado, pero tampoco sereno. Había algo en su expresión, una mezcla de asombro y preocupación que no supe cómo descifrar.
Cuando la puerta volvió a cerrarse, Liora se inclinó un poco más, sus ojos fijos en los míos. Me dedicó una sonrisa—una de esas que no tranquilizan, pero sí reconfortan.
—Ya no puedes esconderte —dijo con voz tranquila—. Ellos lo vieron. Todos lo sentimos.
—¿Qué cosa?
—Que el otoño ha despertado.
Liora se incorporó con suavidad, como si temiera romper el frágil equilibrio que aún sostenía mi mundo.
Spoiler: ya estaba asustada hasta la médula.
—Ven. No hay nada que temer —dijo, y extendió una mano.
No sabía si era verdad, pero algo en mi interior, una voz que no me pertenecía del todo, me susurró que debía confiar en ella.
Avanzamos por un pasillo estrecho y silencioso, donde las paredes parecían guardar secretos antiguos. El aire se volvía más denso a cada paso, impregnado de una energía distinta, vibrante, como si el tiempo no fluyera igual en ese lugar.
Al llegar, las puertas se abrieron con un leve crujido y entramos a una sala iluminada apenas por la luz temblorosa de velas y por una esfera de cristal que brillaba con un fulgor plateado, como si la luna misma estuviese atrapada en su interior. En torno a la mesa central, todos estaban sentados en círculo. Frascos con hierbas, pergaminos y símbolos trazados con tinta oscura cubrían la superficie.
Milo estaba de pie. Se giró apenas crucé el umbral, y por un instante, me observó como si ya no fuera la misma. En su rostro no había rastro de su sonrisa usual, ni del sarcasmo que solía usar como escudo. Solo sus ojos. Profundos, oscuros, sinceros.
—Yo… —intenté decir.
—No sabemos qué eres, Astrid —interrumpió Milo—. Y dudamos que tú lo sepas.
—Conjuraste al Ancestro Edith. Ni los más poderosos Sombralith podrían hacerlo —exclamó Varian, con un tono entre asombro y envidia contenida.
—Sabías lo que había en la poción —agregó Nim, aún perpleja—. ¡Y solo la oliste!
—Viste el futuro —dijo Aiken, esta vez sin rastro de emoción en su voz—. Y ni siquiera conjuraste algo sobre el relicario.
Sus palabras me golpeaban como olas heladas. Recorrí con la mirada a quienes me rodeaban. Todos mantenían el gesto serio, expectante… todos, excepto Liora, que me sonreía con una ternura que parecía fuera de lugar en medio de tanta tensión.
—Pero somos fieles creyentes del destino —dijo Nim, con un tono más suave—, y por algo la reina Ophelia te ha puesto en nuestro camino.
—No pretendas que seamos amigos —agregó Aiken, seco como siempre—. A partir de mañana entrenaremos juntos. Podrías ser usada en nuestra contra si no aprendes a controlar lo que llevas dentro.
—Si se avecina la guerra, lo más importante es estar preparados —concluyó Milo.