La sala donde antes estaba con los demás chicos ya no se encontraba a mi alrededor. En cambio, todo estaba sumido en la más profunda oscuridad.
El suelo bajo mis pies parecía un lago inmóvil. El agua me llegaba a los tobillos y reflejaba mi figura por completo.
Yo… ya no era la misma.
Vestía un antiguo vestido blanco, casi amarillo, con encajes deshilachados por los bordes, como si hubiese sido arrancado de algún baúl olvidado. En mi cabeza, descansaba una corona tejida con hojas secas de otoño, crujientes y doradas, que parecían danzar al ritmo de una brisa invisible.
Comencé a caminar sin rumbo, con el agua rompiendo en ondas suaves a cada paso. Pero no había nada a mi alrededor. Ningún árbol, ninguna sombra. Solo el lago, y mi reflejo acompañándome en silencio.
—¿Hola? —pregunté con la voz rota, sin esperanza de que alguien respondiera—. ¿Hay alguien aquí?
Nada. Ni un eco.
Frustrada, di un fuerte pisotón. Lo que antes era agua se volvió sólida al instante, como si hubiese pisado un fluido espeso, denso, una sustancia extraña que se aferraba a mi piel.
Y luego, el suelo simplemente desapareció.
Pero no caí. Floté. Como si algo más grande que yo me sostuviera con ternura. Era una caída lenta, casi maternal.
A mi alrededor comenzaron a aparecer criaturas imposibles: peces con alas de cristal, zorros de fuego cuyas colas brillaban como brasas, cuervos hechos de papel antiguo que se deshacían y volvían a formarse con cada aleteo. Me rodeaban sin tocarme, como si yo fuera la soñadora dentro del sueño de alguien más… pero ese alguien era yo.
—Mi inconsciente… así que así es… así están hechos mis sueños —murmuré, descendiendo entre las criaturas, sintiéndome pequeña y enorme al mismo tiempo.
Cuando mis pies tocaron suelo, el mundo cambió otra vez.
Me encontraba en un bosque teñido de naranja: árboles de hojas encendidas, ramas cubiertas de musgo dorado, y un cielo tan opaco como una pintura vieja. En el centro de ese bosque, se extendía un lago que conocía demasiado bien… lo había visto incontables veces en sueños de mi infancia.
Sobre el agua, flotaba una silueta.
Sin pensarlo, comencé a correr. A cada paso, el reflejo se volvía más nítido. Hasta que, justo antes de llegar, se quebró. Un espejo. Se hizo trizas ante mis ojos, como si la verdad se negara a ser alcanzada. El marco quedó flotando, con un único fragmento aún encajado, y los demás pedazos levitaban como astillas encantadas.
Dentro de cada fragmento veía partes de mí: memorias olvidadas, deseos que no me atreví a nombrar, amores sin lugar en el mundo. Me llamaban. Me dolían.
Sentí que debía entrar al agua. Las respuestas estaban allí.
Apenas mis pies tocaron la superficie, el agua me atrapó. Raíces gigantescas emergieron, se enredaron entre mis piernas como serpientes hambrientas, y comenzaron a arrastrarme hacia el fondo. El lago me reclamaba.
El miedo se hizo carne en mi pecho. Luché, grité en silencio. Pero entonces, una voz, cálida y conocida, habló en mi mente:
“Nadie más puede entrar… ni Liora, ni Milo… ni nosotros. Tú estás sola en esto, Astrid.”
Respiré hondo, buscando en mí un poco de calma, deseando que los Ancestros no vieran mis miedos más íntimos.
“Necesitarás encontrar en tu interior un lugar seguro… tranquilo… a salvo de toda amenaza. Ese lugar… solo puedes encontrarlo tú.”
Papá… mi padre siempre fue mi refugio. Mi lugar seguro.
Me dejé hundir.
Bajo el agua, vi un resplandor: una grieta azul en la oscuridad, como un corazón palpitante. Nadé hacia él y lo crucé como si fuera un umbral.
Todo volvió a quedar en tinieblas. Ya no había agua. Solo un vacío suspendido. Bajo mis pies flotaban baldosas de distintas formas, colores y texturas. Al pisarlas, resonaban fragmentos de recuerdos.
Mi voz cuando era niña. La risa de mi padre. Las frases severas, pero protectoras, de mi tía Agatha.
Avancé. A mi lado, aparecían reflejos como espejos rotos: Milo de niño corriendo por los patios de Ravenshade… Chiara girando en su vestido de encaje… el rostro casi invisible de mi madre, oculto por la neblina del olvido, pero con aquella voz que me cantaban de niña.
—¿Quién soy cuando están en silencio las voces de los demás? —pregunté, sin esperar respuesta.
Pero el camino me respondió en luz. Cada baldosa que pisaba se encendía, dibujando una senda que parecía guiarme de regreso a mí misma.
Fragmentos diminutos del espejo roto flotaban en el aire como polvo encantado. Y con ellos llegaron voces.
“Eres más de lo que creen.”
“El equilibrio se ha roto. Y tú eres la llave”
“¿No serás una especie de bruja antisocial?”
“Porque no eres normal, Astrid. Y no deberías avergonzarte de eso”
“Eres mi mejor creación.”
“Tú no eres lo que crees ser, Astrid.”
Las voces crecían, se superponían, se mezclaban en un grito ensordecedor. Me doblé en el suelo, intentando contener el dolor que trepaba por mi cabeza como una fiebre.
“El ciclo no empieza contigo. Pero terminará en tus manos.”
Caí de rodillas, me abracé con fuerza, deseando silenciarlas. Pero entonces…
“También veo en ti a una amiga, Astrid.”
La voz de Liora. Como un faro en la tormenta. Me sostuvo. Me devolvió el aire.
“Nada de lo que vivas en tu inconsciente es real.”
Me aferré a ese pensamiento. Me puse de pie, temblorosa pero decidida. Ya no iba a dejar que los ecos me aplastaran.
Levanté las manos. Las voces se extinguieron como llamas bajo la lluvia.
Y seguí adelante.
La senda terminó en una puerta rosada. Una puerta demasiado familiar. La de mi habitación de niña. Estaba entreabierta, y de ella brotaban fragmentos del espejo.
La empujé y la luz blanca me cegó.
Cuando la vista volvió, me encontraba en mi antigua habitación. Papá estaba sentado junto a mi cama, con un libro en las manos y sus grandes lentes resbalándole por la nariz.