El resto de la mañana decidimos faltar a clases con Liora. Nos quedamos en mi cama, abrazadas por el silencio y los pensamientos que no encontraban forma. Ella no dijo nada, y no necesitaba hacerlo. Su compañía era suficiente, como si supiera que mi mundo acababa de quebrarse en mil partes que aún no sabía cómo juntar.
La hora del entrenamiento llegó demasiado pronto. Me levanté con el cuerpo cansado y el alma aún más pesada. Sabía que mi rol como heredera al trono requería saberes antiguos, sacrificios y responsabilidades que todavía me parecían irreales. No quería enfrentar nada. No quería ser nada más que una chica rota con el corazón confundido.
Liora nos convocó en el bosque. El aire estaba cargado de humedad, como si la tierra misma esperara una revelación. Allí estaban todos: Varian con su porte sereno, Milo cruzado de brazos, Rebecca expectante, Nim con ojos atentos, Aiken apoyado en una columna de enredaderas vivas. Y yo, deseando desaparecer entre las hojas.
Mi amiga se colocó en el centro, envuelta en una capa de tonos oscuros que la hacían parecer una extensión del bosque. Cuando habló, su voz cortó el aire con una solemnidad desconocida.
—Hay algo muy importante que deben saber. Nostralis está despertando porque su heredera, por fin, ha recordado quién es.
El murmullo de los árboles se intensificó. Pájaros invisibles callaron. El viento pareció detenerse.
—Astrid Valeora —dijo, posando su mano sobre mi hombro con la delicadeza de quien invoca una profecía antigua—. Hija de Ophelia. Nacida del linaje de Cressida. Heredera legítima del trono de Nostralis.
El silencio que siguió fue absoluto. Como si incluso el bosque necesitara un momento para procesarlo.
La primera en reaccionar fue Nim. Sus ojos se iluminaron con un brillo húmedo, como si contuvieran siglos de historias no dichas. Caminó un paso hacia mí, sin decir palabra, y me regaló una sonrisa que no era solo de alegría: era una mezcla de orgullo, alivio y reconocimiento profundo. Una sonrisa que hablaba del pasado y del futuro, como si, al verme, confirmara la llegada de algo largamente esperado.
Por un instante, sentí que esa mirada era un puente entre lo que fui y lo que estoy empezando a ser.
Milo me observaba como si ya no supiera quién era. Como si estuviera viendo a una extraña con la que había compartido mil secretos y aun así no pudiera nombrarla.
Aiken… Aiken me miró como si algo finalmente encajara. Sus ojos tenían esa mezcla de comprensión y asombro que me dejó sin aire.
Y Varian simplemente asintió.
—Ya lo sabía —murmuró, y en su voz no había sorpresa. Solo certeza.
Rebecca, en cambio, se cruzó de brazos. Su ceño fruncido era una muralla, pero no de indiferencia. Había dolor en su mirada, una herida recién abierta. Dio un paso hacia Liora, su voz temblando apenas, contenida como una tormenta al borde del estallido.
—¿Y por qué recién ahora? —preguntó, sin alzar la voz, pero con una firmeza cortante—. ¿Por qué se nos ocultó? ¿Por qué poner en peligro a Astrid… a todos nosotros?
Liora la miró con tristeza, como si esa pregunta pesara más de lo que cualquiera pudiera soportar.
—Porque algunas verdades necesitan tiempo para ser sembradas —respondió, en tono suave—. No era el momento… hasta ahora.
—¿Y quién decide eso? —intervino Milo, con el entrecejo fruncido—. ¿Quién decide cuándo estamos listos para la verdad?
Por un instante, Liora no supo qué decir. El bosque pareció contener el aliento.
Fue entonces cuando sentí que algo en mí también dudaba. No de mi linaje. No del poder que comenzaba a despertar. Sino de las historias que me habían contado. De todo lo que no me habían dicho.
—Yo no pedí esto… —susurré, la voz hecha un hilo—. No pedí nacer de una reina. No quiero que me miren así, como si tuviera que salvarlos a todos. No sé si puedo con esto.
Las lágrimas me nublaron la vista. Todo era demasiado: el linaje, la historia, la sangre, el deber. No me sentía fuerte. Me sentía una impostora atrapada en un cuento demasiado grande para mí.
Milo dio un paso hacia mí, vacilante, como si buscara alcanzarme desde un lugar que ya no nos pertenecía. Pero Aiken fue quien se acercó de verdad. No me tocó. No hizo falta. Su voz, baja, cargada de algo que no entendí pero que sentí, me atravesó.
—Astrid… no tienes que demostrarle nada a nadie. No ahora. No nunca. El poder que temes ya vive en ti, pero es la voluntad la que elige cómo usarlo. No eres un trono. Eres una llama que apenas empieza a arder.
—¿Y cómo podemos saber que no es otra mentira? —intervino Rebecca, con la voz aún quebrada, pero más clara. Su mirada se posó en Aiken con desconfianza—. ¿Cómo confiar después de tanto silencio?
Aiken sostuvo su mirada sin vacilar. Sus ojos eran pozos oscuros donde se escondían siglos de verdades incómodas y visiones antiguas. Su voz, cuando habló, sonó como una profecía olvidada.
—Todo lo que alguna vez creyeron… ya no existe. Nunca existió —dijo Aiken con serenidad, citando las palabras que la Luna les había confiado—. Fue escrito así por ella. Había que proteger a Astrid. Un sacrificio por un bien mayor.
Por un instante, nadie dijo nada. Pero algo en el aire cambió. Nim bajó la cabeza, pensativa. Rebecca aflojó ligeramente los puños. Incluso Milo pareció dejar escapar un suspiro, como si entendiera, por fin, el peso de esa decisión.
—El destino a veces es una jaula —añadió Aiken, con la mirada perdida en el follaje—. Pero también puede ser una puerta. Confiar no es rendirse, es elegir creer que aún dentro del dolor, hay un propósito que vale la pena abrazar.
El grupo quedó en silencio. Como si esas palabras, más que una respuesta, fueran una llave.
—Ahora todo tiene sentido —susurró Milo, dando un paso hacia adelante—. El Codex, Noctalith, cómo me salvaste de morir…
Sus ojos, que antes reflejaban dudas, ahora mostraban respeto.
—Bienvenida de vuelta, Heredera de Nostralis —murmuró con una sonrisa Aiken, tendiéndome su mano para que la recibiera.