Esa noche, después de una jornada extenuante de entrenamiento, fue Milo quien sugirió que cenáramos todos juntos.
—Podríamos no hablar de mis moretones por al menos una comida —dijo, sonriendo con ese gesto que aún me revolvía el estómago—. Solo por una.
La idea fue recibida con entusiasmo general. En las últimas semanas, el grupo se había transformado. Ya no éramos piezas sueltas obligadas a trabajar en equipo. Ahora había algo más: complicidad, confianza… cariño.
Incluso Aiken había empezado a soltar una risa de vez en cuando. Pequeñas grietas en su armadura de sarcasmo y misterio. Pequeñas, pero ahí estaban.
Aun así, yo estaba nerviosa.
No tenía razones concretas. Nadie había hecho nada extraño. Pero sentía una especie de electricidad bajo la piel. Como si el aire supiera algo que yo no. Como si esta noche fuera el borde de algo.
Nim y Liora pasaron a buscarme por mi habitación. Cuando tocaron la puerta, Jenna les abrió antes de que yo pudiera alcanzarla.
—¡Oh, vaya! —exclamó, con una sonrisa falsa tan amplia que casi le tocaba las orejas—. Astrid tiene visitas. ¿Qué sigue? ¿Una fiesta sorpresa? ¿Un club de fans?
—Hola, Jenna… —dijo Nim con tono plano, pero mirada afilada.
—¿No es tierno? —siguió Jenna, ignorándola—. Pensé que ibas a pasar tu último año igual que todos los anteriores: sola como un hongo. Pero mírate, rodeada de gente que todavía no te conoce lo suficiente. Adorable.
Le lancé una mirada de esas que no necesitan palabras. Jenna se encogió de hombros, con aire inocente.
—Tranquila, solo bromeaba. ¡Disfruta tu cena con el escuadrón “me hago la interesante”!
—¿Cómo haces para no lanzarle algo a la cabeza? —preguntó Liora mientras bajábamos las escaleras del ala oeste.
—Porque eso le daría exactamente lo que quiere —respondí sin perder la calma—. Si no reacciono, le arruino el día. Y eso, créeme, me da más satisfacción que cualquier objeto volando hacia su frente.
Liora soltó una risita, y Nim se limitó a decir con tono solemne:
—Serás una reina excelente.
Negué con la cabeza mientras cruzábamos el pasillo largo que conectaba las habitaciones con el comedor.
Ravenshade, de noche, era un lugar tranquilo y casi mágico en su propia forma: las luces tenues, el eco de las pisadas sobre los azulejos fríos, el olor a pan recién hecho que salía desde la cocina. Todo parecía más blando.
Entramos en el comedor del segundo piso, donde las mesas de madera estaban ya ocupadas por otros grupos de estudiantes. Al fondo, cerca de las ventanas, estaban Milo y Rebecca, hablando en voz baja.
Sus rostros estaban muy cerca.
Auch.
Fue una punzada leve, nada nuevo. Ya había hecho las paces con eso, con él. Acepté que Milo no me miraría nunca de esa manera. Y estaba bien. En serio. Pero aun así… dolía. Un poquito.
Desvié la mirada antes de que alguien lo notara. Liora lo hizo igual, pero no dijo nada. En lugar de eso, abrió su arsenal de distracciones improvisadas:
—Creo que me gusta Varian —soltó, con tono de bomba emocional disimulada.
—¿Qué? —Nim casi se atraganta.
Yo me reí. Alto. Sincero. Justo lo que necesitaba.
—Liora… —dijo Nim, bajando la voz—. Atrás de ti.
Me giré con ella.
Y sí.
Varian estaba detrás. Con Aiken.
Liora se quedó congelada.
—No… no puede ser… —murmuró—. Tierra, trágame. Trágame ahora mismo y escúpeme en una isla remota sin señal ni Varian.
Varian estaba sonrojado, realmente sonrojado. Tenía la boca levemente abierta como si quisiera decir algo y no supiera cómo. Y a su lado, Aiken cruzó los brazos, levantando una ceja.
—¿Pueden dejar de dramatizar y entrar de una vez? —dijo con su típico tono seco, aunque se notaba que estaba conteniendo la risa.
Pasó junto a Liora y le dio un leve empujón en el hombro, como para aliviar la tensión, y luego me miró.
Solo me miró, no dijo nada. Pero algo en su expresión era diferente, menos irónica, más… cercana.
—Vamos —murmuró él, y yo sentí ese burbujeo otra vez.
Nos sentamos juntos. Rebecca no volvió a mirar a nadie excepto a Nim. Milo se sentó a mi lado como siempre, y hablamos como si nada. Pero yo sentía las miradas cruzadas, los silencios incómodos, los pies que se rozaban por accidente.
Éramos un grupo, de adolescentes de dieciséis años, llenos de magia, de preguntas, de deseos, de corazones torpes.
Y esa noche, mientras reíamos, burlándonos de Liora y su momento trágico con Varian, mientras Milo contaba anécdotas sobre lo mal que pelea con runas y Aiken intentaba no reírse con la boca llena, quise, con todo mi ser, que ese momento durara para siempre.
Y al parecer, el universo me escuchó.
Porque el tiempo se detuvo.
Nadie más en el comedor se movía. Las decenas de estudiantes que minutos antes charlaban, reían o comían, quedaron congelados, con los ojos abiertos y los gestos suspendidos a medio camino.
El cuchillo que Aiken sostenía quedó inmóvil a medio corte. El vapor del té de Rebecca flotaba, detenido, como una escultura efímera de humo. Las voces callaron todas al mismo tiempo.
Solo nosotros siete podíamos movernos.
—Esto no es un hechizo cualquiera —dijo Nim, poniéndose de pie con rapidez inusitada—. Detener el flujo temporal requiere un poder… antiguo.
Varian ya tenía en la mano una pequeña esfera metálica. La apretó con fuerza, y esta emitió un breve resplandor celeste.
—Hay intrusos —confirmó—. Dentro del perímetro.
En mi mente, agradecí no haber detenido el tiempo yo, de manera inconsciente.
—¿Dónde? —preguntó Aiken, desenfundando una daga corta que hasta entonces había permanecido oculta.
—Aquí —susurró una voz desde las sombras.
Desde el rincón más oscuro del comedor, donde ni siquiera la luz alcanzaba a tocar, surgieron figuras encapuchadas. Cinco en total. Caminaban como si hubiesen estado ahí desde el inicio, escondidas en los pliegues de un mundo que no queríamos ver.