Las Hijas del Bosque: Nostralis - Libro 1

Capítulo 15: El pasado.

La noche llegó sin hacer ruido. Solo el crepitar del fuego en la chimenea llenaba la sala con un calor suave, incapaz de vencer del todo la sensación de abandono que impregnaba las paredes.

Éramos siete reunidos en la sala común. No sabíamos si llamarlo cena: pan endurecido, algo de caldo tibio y el silencio compartido entre nosotros. Afuera, el pueblo seguía detenido, como si el tiempo aquí hubiera decidido caminar en círculos.

Miré alrededor. Todos estaban con la mirada clavada en las llamas, como si temieran mirar por la ventana. Como si la bruma allá afuera pudiera recordarles algo que no querían revivir.

—Esto no era así —dijo Nim de repente, rompiendo el silencio.

Levanté la vista. Su voz no era de enojo. Era tristeza pura.

—¿Cómo dices? —pregunté.

—Nostralis —repitió ella—. Cuando era niña… no era así. Había colores, música, árboles que daban frutos que brillaban de noche. Las calles eran de piedra azul, y el aire olía a lavanda y magia. Ahora todo está… roto.

Sus palabras me atravesaron, aunque no compartiera sus recuerdos. Sentí la pena que arrastraban, como si su dolor se filtrara por las grietas del lugar.

—¿Viviste aquí? —volví a preguntar.

—Sí. Me fui cuando tenía doce años. —Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas—. Todos lo hicimos. Nuestros padres… sabían lo que se avecinaba. Tu madre lo advirtió.

Rebecca asintió, muy despacio.

—Mi familia también —añadió, con una sonrisa que se doblaba en los bordes—. Algo vital en Nostralis era la muerte. La aceptábamos, porque creíamos con firmeza en el renacimiento. Pero… nunca estás realmente preparado para dejar de hablar todos los días con tu familia.

Me costaba comprender lo que sentían por Nostralis. Para mí, ese nombre había irrumpido en mi vida como una tormenta: repentina, violenta, arrasándolo todo sin previo aviso. No tenía recuerdos que añorar, ni calles que extrañar. Pero entendía —o al menos eso creía— lo que era perder a quienes amas.

—Yo… —intenté encontrar las palabras adecuadas para decirle algo a Rebecca, pero nada salió de mis labios.

El silencio se instaló a nuestro alrededor, cargado de memorias que no me pertenecían y, aun así, dolían. Miré a Liora. Estaba en silencio, con los ojos fijos en el fuego y las lágrimas detenidas al borde del parpadeo.

Recordé la visión. Cómo sus padres murieron. La desaparición de su hermano. Una profunda tristeza —y compasión— se instaló en mi pecho.

Y entonces Milo habló.

—¿Te acuerdas, Aiken, de cuando jugábamos a escondernos entre las columnas del palacio?

Aiken soltó una risa breve, casi nostálgica.

—Claro. Y tú siempre te escondías en el mismo sitio.

—¡Era una buena columna! —protestó Milo—. Grande, con una grieta perfecta para cubrirme. Mi madre me regañaba cada vez que volvía con el pantalón roto.

Mi corazón dio un vuelco.

Milo. Él sí había vivido esto. Él había sido parte del mundo de mi madre. Sus padres… habían estado aquí, con ella. Lo sabían todo.

Varian jugaba con una runa apagada entre los dedos, pensativo.

—Mis padres eran guardianes del templo —dijo de pronto—. Mamá solía decirme que nada importaba más que ser leal y valiente. Ella era así. Una mujer increíble.

Rebecca apoyó la cabeza en su hombro sin decir una palabra. Nadie la juzgó. Nadie necesitaba hacerlo.

Todos los que habían crecido aquí tenían heridas abiertas. Y sin embargo, estaban de vuelta. Conmigo. Por mí. Sentí una mezcla de culpa y gratitud que no sabía cómo nombrar.

—Yo… no conocí nada de esto —dije al fin—. No sabía que este mundo existía. Que mi madre fue reina. Que había un Reino dormido en mis venas.

Los chicos me miraron, atentos. Nadie interrumpió.

—Pero gracias a ustedes estoy empezando a conocerlo. A conocerla a ella. —Mi voz tembló, pero seguí—. Gracias por acompañarme y por compartir un pedazo de sus infancias conmigo.

Aiken me miró. Había algo distinto en su expresión. Ni juicio ni duda. Solo reconocimiento. Y algo más… una chispa callada que no quise identificar todavía.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Nim, con voz baja.

Miré por la ventana. El pueblo seguía dormido, sí… pero algo allá afuera se movía. Como si los árboles escucharan. Como si las paredes recordaran.

Y como si esperaran.

—Ahora… —susurré— lo despertamos. Vamos a hacer que Nostralis vuelva a ser lo que fue. Un hogar.

La mañana siguiente amaneció cubierta por una neblina suave, como si Nostralis respirara por primera vez en años. Los tejados estaban húmedos de rocío, y la luz se filtraba entre las nubes con un tono perlado, sutil, casi reverencial.

Nadie lo dijo en voz alta, pero todos sabíamos que esa mañana sería distinta.

Varian fue el primero en romper el silencio.

—Hay un lugar que deberíamos visitar —dijo mientras trazaba un sendero sobre un viejo mapa desplegado en el suelo—. La Capilla de los Lirios. Está al norte, detrás del Bosque de Columnas. Según algunos textos, allí descansan los relicarios de la sangre real.

—¿Relicarios? —preguntó Rebecca, alzando una ceja.

—Fragmentos de memoria —explicó Varian—. Objetos que guardan la historia de una línea. Se usaban para preservar recuerdos, emociones, decisiones… parte del alma de una familia.

Sentí un nudo en el pecho.

—¿Crees que haya uno de mi madre allí?

—No lo sé —respondió con honestidad—. Pero el verso decía que algo perdido debe florecer de nuevo. Y si ella dejó algo atrás… lo hizo por ti.

Nos preparamos en silencio. Varian guardó su esfera en un bolsillo interior. Rebecca ocultó su daga curva bajo el brazalete de cuero. Nim colocó frascos de raíces y flores secas en su bandolera. Aiken, con la misma tranquilidad de siempre, deslizó un bastón de madera pulida dentro de su chaqueta.

El camino fue largo. Avanzamos entre las callejuelas desiertas del pueblo, aún dormido. Varian y Liora iban adelante. Él intentaba hacerla reír, pero ella respondía con monosílabos y mejillas encendidas.



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En el texto hay: reinos, magia, bosque jovenes aventura

Editado: 18.08.2025

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