Habíamos descansado solo un par de horas y ahora nos encontrábamos reunidos en la biblioteca de Nostralis, analizando el segundo verso del poema que me dejó mi madre:
“Sigue el murmullo de la bestia que no ruge, sino recuerda.”
Aquel espacio era uno de los lugares más extraordinarios que había visto. Para acceder a él, debíamos entrar por el interior de un árbol. Desde fuera parecía un tronco antiguo, torcido por el tiempo; pero por dentro… era inmenso. Las paredes eran madera viva. Las estanterías surgían de raíces trenzadas, y toda la sala parecía latir, como si el propio árbol respirara con nosotros. Había detalles de cobre embutidos en la corteza, brillando con una luz suave. Cada rincón estaba impregnado de historia y magia.
Nim y Varian habían reunido una cantidad descomunal de libros. Ya habíamos leído más de la mitad, pero la sensación era la de estar apenas rascando la superficie. Cada texto parecía abrir una nueva puerta.
—Varian, acércate —exclamó Nim, con los ojos clavados en un tomo desgastado—. Mira esto.
Varian se acercó rápidamente. Sabía mejor que nadie que el tiempo se nos estaba acabando. El Reino del Invierno nos seguía de cerca, y si llegaban a cruzar los límites de Nostralis, no habría refugio seguro.
—Vel’Thar —murmuró, pasando los dedos por una línea del texto—. El que lleva la memoria.
El suelo tembló levemente, y varios libros cayeron de las estanterías, golpeando el suelo con ecos secos.
Me incorporé y miré a mi alrededor por instinto. Nadie parecía herido. Mi atención volvió a Varian, que ahora observaba el relicario que colgaba de mi cuello. El cristal vibraba con un leve titilar, emitiendo pulsos de luz violeta.
—¿Qué significa eso? —preguntó Nim, en voz baja.
Mientras los chicos debatían lo que debíamos hacer, sentí que algo se atoraba en mi pecho. Como si el aire se volviera denso. Como si, de pronto, respirar costara más de lo que podía sostener.
El mundo a mi alrededor se volvió confuso. Me senté en el suelo y cerré los ojos, tratando de ordenar el caos dentro de mí. Conté hasta diez. Inhalé. Exhalé. Lentamente.
Y cuando volví a abrir los ojos, ya no estaba en la biblioteca.
Me encontraba en la Corte Ancestral.
La atmósfera era espesa, pero acogedora. Una luz blanca descendía como neblina suspendida. Allí, en su trono de piedra cubierta de musgo, me esperaba Edith. Sus ojos eran los de alguien que ha visto siglos, pero aún sonríe con el corazón abierto.
—Pequeña Valeora —murmuró, con su habitual tono amable—. ¿Qué te trae por aquí?
Intenté hablar, pero no salían palabras. Solo logré mover los labios.
Edith me observó con ternura. No como quien espera respuestas, sino como quien ya comprende.
—Has tenido un ataque de pánico, pequeña heredera —dijo con suavidad—. ¿Por qué?
Respiré hondo, el suelo bajo mis piernas me parecía cálido, casi vivo.
—Estamos perdidos… —susurré al fin, sentándome frente a él—. Tenemos un pueblo que despertar, y estamos perdidos. No sabemos hacia dónde ir.
Edith se levantó con lentitud, como si no quisiera que huyera. Caminó hasta quedar a mi lado y me tendió una mano que tomé, y que agradecí con la mirada.
—A veces, cuando nos sentimos más perdidos, es cuando encontramos lo esencial —murmuró—. Hay algo en tocar fondo que enciende la voluntad de buscar un nuevo camino.
Lo miré fijamente.
—¿Incluso si no nos gusta lo que hacemos para llegar hasta allí?
Edith sonrió con dulzura. Una de esas sonrisas que se sienten como refugio.
—Muchas veces no te gustará el camino. Pero cuando llegues, todo lo andado se verá pequeño. Incluso, a veces… lo extrañarás.
—¿Es Vel’Thar, ¿verdad?
—Por supuesto que lo es —exclamó con una chispa entusiasta—. No ruge porque no olvida. Porque no necesita gritar lo que otros han intentado enterrar.
—¿Va a ser complicado?
—No lo dudes ni un segundo, pequeña Valeora —respondió con serena firmeza—. Pero no estás sola. Tienes un equipo. Y más sabiduría de la que crees. Confía en ti.
—Gracias, Edith —murmuré, mientras el entorno comenzaba a desvanecerse.
—De nada, pequeña heredera —escuché su voz en mi cabeza—. Recuerda que tienes un Noctalith que te acompaña, donde sea que vayas.
Cuando abrí los ojos, volví a encontrarme en la biblioteca. El murmullo de hojas, el aroma a madera viva… todo estaba como antes.
Aiken estaba sentado a mi lado. Su expresión era tranquila, como si supiera exactamente por lo que había pasado. Me sonrió apenas al verme volver.
—¿Cómo está el viejo Edith? —preguntó.
Lo miré, sorprendida.
—Como siempre —respondí, correspondiendo su sonrisa—. Siendo un gran guía.
Me incorporé. Los demás nos observaban, en silencio, preocupados. Caminé hasta la mesa y extendí el mapa de Nostralis. Mis dedos señalaron el este, con seguridad renovada.
—Debemos dirigirnos hacia aquí —dije con firmeza—. Pasaremos la cadena de colinas cubierta de bruma y bosque espeso. En la Sima de las Huellas... encontraremos a Vel’Thar.
Partimos enseguida, según Nim, estábamos bastante alejados de la cadena de colinas.
La luz apenas alcanzaba a teñir el cielo de un gris azulado cuando dejamos atrás las casas de Nostralis. El relicario colgaba de mi cuello, frío y brillante como si marcara el camino por sí solo.
La cadena de colinas se alzaba a lo lejos, envuelta en una bruma espesa que parecía moverse con vida propia. Cada paso que dábamos hacia ellas parecía más silencioso, más detenido, como si el aire se espesara poco a poco.
—¿Segura de que no vamos directo a una emboscada? —preguntó Milo, fingiendo despreocupación.
—¿Te asusta un poco de neblina, Milo? —replicó Rebecca con una sonrisa ladina.
—No me asusta. Me incomoda no ver si hay bichos que trepan —respondió él, sacudiéndose la ropa.
—Por si acaso, no te acerques a mí —dijo Liora, levantando las manos—. No tengo intenciones de compartir ni un solo bicho mágico contigo.