El silencio del Umbral no era real. Era más bien un eco apagado, como si todo sonido quedara atrapado a medio camino, sin llegar nunca a destino. Caminábamos con pasos inciertos, guiándonos solo por el tacto de nuestras manos unidas y el murmullo lejano de nuestras propias respiraciones. La niebla nos envolvía hasta el pecho, densa y quieta, como si respiráramos un recuerdo líquido.
—Esto es como nadar en una pesadilla —murmuró Nim, y soltó una risita suave—. Si morimos aquí, por lo menos no me van a ver la cara de muerta.
Milo bufó con desgano. De mis labios escapó una leve risa, más por costumbre que por verdadera diversión. Pero fue Varian quien se detuvo en seco.
—¿Podrías dejar de hacer chistes? —dijo con la voz afilada como una hoja helada—. No estamos en un maldito campamento.
El aire se congeló. Pude sentir cómo Nim se encogía sobre sí misma, como si se avergonzara por haber dicho algo fuera de lugar.
—Perdón si intento que esto no sea un funeral anticipado —murmuró, sin levantar la voz.
—No necesitas intentar nada —espetó él—. Solo cállate y camina. No todos necesitamos distracciones para no quebrarnos.
La atmósfera cambió. La niebla pareció detenerse, como si el propio Umbral se hubiese inclinado a escuchar.
—No fue para ti —dijo Nim en voz baja—. Lo dije para mí. Porque tengo miedo. Porque estoy temblando. Y si no hago un chiste ahora... me voy a romper en mil pedazos.
Su sinceridad flotó en el aire como un vaso a punto de caer. Varian tragó saliva, pero no respondió. Simplemente siguió caminando, como si nada hubiese pasado, como si no acabara de arrancar algo frágil con sus palabras.
Rebecca dio un paso hacia Nim, movida por un impulso, pero Liora la detuvo con una mano en el brazo.
—No —susurró—. Déjalos. Que hable el silencio ahora.
Sentía el tirón de cada emoción, la electricidad densa en el ambiente, pero no me dejé arrastrar. No podía. El Umbral era una prueba, y no era externa. Era una prueba de adentro hacia afuera. Éramos nosotros. Nosotros contra nosotros mismos. Y si uno caía... no había regreso.
Apreté con más fuerza la mano de Milo, que todavía descansaba sobre mi hombro como un ancla.
—Sigan caminando —dije. Mi voz sonó más firme de lo que me sentía, pero al menos sonó.
Avanzamos sin saber cuánto tiempo había pasado. Minutos, tal vez horas. O toda una vida.
La bruma era la misma. La tensión seguía acumulándose como una cuerda a punto de estallar.
—¿Alguien tiene idea de hacia dónde vamos? —dijo Milo de pronto. Su tono sonaba agudo, con filo en las palabras—. Porque si no hay dirección, entonces tampoco hay misión... ¿o sí?
Nadie respondió. Las miradas estaban perdidas en la niebla, en los pensamientos, en las grietas internas.
—Público difícil... —murmuró Milo, más para sí que para el resto.
—¡Dios! —exclamó Varian, exasperado—. ¡No les estoy pidiendo mucho! Solo que mantengan el maldito silencio. Llevamos caminando entre esta niebla más de cuarenta y cinco minutos y todavía no llegamos a ningún lugar.
—Oh, pobre Varian… —respondió Rebecca, con una sonrisa sarcástica en la voz—. ¿Le tienes miedo a la oscuridad?
—Cállate, Rebecca —respondió él entre dientes. Su tono era tenso, contenido, como si se estuviera sujetando del borde de un acantilado.
—No es nuestro problema que no sepas cómo lidiar con tu mente cuando no puedes ver —replicó ella, ahora sin filtro—. Aprende a confiar en tus instintos, a ver si así empiezas a confiar en alguien más que no seas tú, maldito egocéntrico.
—Rebecca… —susurró Liora, asombrada por lo que acababa de escuchar.
—¡Habló la reina de la confianza! —replicó Varian con tono venenoso—. La que se pasó semanas con un pie fuera del grupo, siempre evaluando si valía la pena quedarse.
—Eres patético, Varian… —murmuró ella, con los dientes apretados, más herida que enojada.
—¡Basta! —gritó Liora, con la voz quebrada, como si ya no pudiera sostener más la presión—. ¿Qué nos está pasando?
—Nos pasa que nadie dice lo que siente —dijo Nim. Tenía la voz quebrada, pero esta vez no la escondía—. Todos se creen que pueden con todo, que si se mantienen duros nadie va a notar lo rotos que están.
—¿Y tú qué sabes de estar rota? —saltó Milo, alzando la voz por primera vez—. Siempre escondida detrás de una sonrisa, como si todo estuviera bien. Como si nada importara.
—¡Claro que importa! ¡Pero si lo muestro, ustedes no van a sostenerme! —gritó Nim, sin contener las lágrimas que ya no se veían, pero se escuchaban en su garganta—. Están tan ocupados cargando con sus propias sombras que no hay lugar para las de nadie más.
El aire cambió otra vez. Se volvió más denso, más vivo. El Umbral respondía, vibraba con cada palabra como si se alimentara de ellas, como si las absorbiera.
Nos estábamos quebrando, uno por uno.
—¿Se escuchan? —dije. No grité. Mi voz era baja, grave, pero cada sílaba cayó como piedra en el agua—. Estamos cayendo justo donde quiere el Umbral.
—¿Y tú? —preguntó Milo. Su tono ya no era solo molesto; había algo más profundo, algo que dolía—. Siempre tan centrada. Siempre tan... intacta. Como si nada te tocara. ¿No sientes nada, Astrid?
Sus palabras no eran solo un reproche, eran una súplica disfrazada. Un golpe al pecho, buscando una fisura.
—Claro que siento —respondí—. Pero no voy a dejar que el Umbral decida por mí qué hacer con eso.
El silencio que siguió fue absoluto. Un silencio denso, hirviente.
Las respiraciones se entrecortaban, pero nadie decía nada. La niebla seguía moviéndose, envolviéndonos, susurrando cosas que no podíamos entender.
Y entonces lo sentí. Un tirón en el estómago.
La persona que siempre saltaba en mi defensa no salto. Mi vigilante no estaba.
—¿Aiken? —llamé. Me giré, pero no vi nada. Solo la misma bruma que nos envolvía desde hacía eternidades.
—¿Aiken?
Nada. No había pasos, ni sombra, ni voz.