El amanecer se derramaba sobre las piedras húmedas de la Garganta con una dulzura inesperada. El campamento estaba más tranquilo. Algunos soldados descansaban, otros se reunían alrededor del fuego. Nosotros, los de Nostralis, compartíamos un desayuno sencillo: pan, frutas y una infusión con sabor a menta, un manjar de dioses despues de estar comiendo pan duro y sopas por dias.
Milo apenas había probado bocado. Lo que había visto en el agua la noche anterior lo había dejado distante, ensimismado.
Yo, en cambio, me sentía... serena. Como si aceptar la incertidumbre me diera fuerza. Mi historia nunca fue lineal. Quizás, por fin, había empezado a entender que mi origen era solo una parte de algo más grande.
Cerca de nosotros, Liora y Varian hablaban en voz baja. Ella reía con suavidad, y él le acariciaba el cabello como si fuera la única forma de mantenerse firme en ese mundo que se tambaleaba. Rebecca les lanzó una mirada fingidamente fastidiada, pero después sonrió.
Milo se había quedado en silencio, removiendo las migas de pan de su plato sin mirar a nadie. Rebecca me miraba furitivamente en busqueda de una explicacion que no era mi trabajo darsela
—¿No vas a decir nada? —preguntó Rebecca finalmente, bajando su taza de infusión con un golpe seco pero medido.
Milo alzó los ojos. Había cansancio en ellos. Y algo más. Culpa, quizás.
—No sé qué decir —murmuró—. Lo que vi anoche… fue más de lo que esperaba. No solo por mi madre, sino por todo. Por mí. Me di cuenta de cuánto no sé, de cuánto me falta.
—Milo… —empecé, pero él negó con la cabeza.
—No es tristeza. Es… miedo. ¿Y si no soy suficiente para esto? ¿Si este poder solo me hace daño? Yo no pedí ser parte de esto.
—Yo tampoco lo pedí —dije suavemente—. Ninguno de nosotros lo hizo. Pero aquí estamos. Y lo que hiciste ayer fue real. Lo sentí. Sanaste con el corazón, no con la técnica.
—¿Y si eso no basta? —susurró—. ¿Y si fallo?
—Entonces te volverás a levantar —intervino Rebecca, con voz más tierna de lo que esperaba—. Porque no estás solo. Y porque eres parte de algo más grande. Como todos nosotros.
Milo desvió la mirada, pero no antes de que pudiera ver cómo se le humedecían los ojos. Sin pensarlo, Rebecca deslizó su mano por debajo de la mesa y tomó la suya, entrelazando los dedos con delicadeza. Milo no dijo nada, pero cerró los ojos por un momento, aferrándose a ese gesto como a un ancla. Una calma tibia se instaló entre ambos, silenciosa, pero profundamente real.
—Buenos días…— saludo Aiken sentándose a mi lado.
—Hola. — dije en un susurro.
Desde que llegamos a la Garganta no he hablado con Aiken, siento que estoy confundiéndome nuevamente con un amigo y paso de que me rompan el corazón.
¿Dramática? Siempre.
Aiken me observó un momento en silencio.
—Te ves distinta —dijo al fin—. Como si hubieras dormido en paz por primera vez.
—Quizás lo hice —respondí, mirando el vapor de mi taza.
—¿Y eso tiene que ver con Milo? —preguntó, con una sonrisa ladeada.
—Tiene que ver conmigo —le contesté, girando la cabeza hacia él. — Con todo esto. Estoy aprendiendo a dejar de pelearme con lo que no entiendo.
Aiken asintió, y por un momento, su sonrisa se volvió más suave, más íntima.
—Me alegra verte así. Pero…
—¿Pero qué? —pregunté, alzando una ceja.
—Pero aún no has escuchado lo que tengo para decirte —susurró, y sus dedos rozaron los míos encima de la mesa. Fue un roce leve, pero cargado de intención.
Mi corazón dio un salto torpe.
—Aiken...
—Astrid —empezó, con voz baja—. Cuando te vi por primera vez, supe que ibas a cambiarme la vida. Y lo hiciste. Me enseñaste a mirar distinto, incluso a mí mismo. Y…
—¡Astrid! —La voz de Nim irrumpió como una ola repentina. Apareció junto a nosotros con el ceño fruncido, ignorando por completo el aire espeso que se había creado.
—¿Todo bien? —preguntó, sin notar lo que había interrumpido.
Yo asentí, apartando la mirada de Aiken, que cerró la boca con un suspiro frustrado.
—Sí, todo bien —dije, aunque el corazón me latía con fuerza en el pecho.
—Ezren y Jenna nos están esperando —informó Nim—. Es hora del entrenamiento.
La oportunidad se había esfumado. Pero las palabras no dichas todavía flotaban entre nosotros. Y yo no sabía si quería oír la próxima vez… o evitarla por completo.
Nos encontramos con Ezren y Jenna en el límite del campamento, donde un sendero de roca pulida nos guiaba hacia una caverna apenas visible entre la niebla.
—Hora de cambiar el ritmo —dijo Jenna con una sonrisa, mirando a Milo como si supiera exactamente lo que necesitaba.
Ezren, en cambio, no sonrió.
—Hoy aprenderán a contener el agua —dijo, con voz firme—. A moldearla con la fuerza justa. Ni más, ni menos.
El sonido del agua corriendo nos envolvía como un susurro constante. Nos guiaron hacia un río subterráneo, de aguas oscuras y profundas. Las paredes brillaban con cristales turquesa que parecían latir con vida propia.
—Milo —llamó Ezren, lanzándole de pronto una esfera de agua comprimida. Milo apenas la tocó y esta se deshizo en su palma, salpicándolo por completo.
Auren soltó una carcajada.
—¿Ves? Ya lo haces —bromeó—. Solo que tu cabeza debe entender lo que tu cuerpo ya sabe.
Milo frunció el ceño. Estaba intentando mantenerse en calma, pero la presión, la expectativa y el recuerdo aún fresco de su madre lo estaban desgastando.
—Otra vez —ordenó Ezren, lanzando otra esfera.
Milo la atrapó. Esta vez, duró unos segundos más, pero volvió a romperse. Su mandíbula se tensó. Y entonces, Auren habló con voz burlona:
—Quizás el Reino de las Mareas se equivocó contigo.
El agua del río tembló.
Milo cerró los puños. Una ola emergió de forma abrupta, rompiendo la calma de la corriente, y por un instante, pensé que todo el túnel iba a colapsar. Jenna se puso de pie, alerta.