Desperté con un suspiro entrecortado, como si el aire volviera a entrar a mis pulmones después de horas de ausencia. Mi cuerpo dolía como si me hubiera enfrentado a un ejército. Los párpados me pesaban, pero logré abrir los ojos. Un techo de piedra, cálido por el reflejo del sol, me dio la bienvenida.
—Astrid —la voz de Aiken llegó como un bálsamo, profunda y baja, justo al lado mío.
Volteé con esfuerzo. Estaba sentado a mi lado, con los codos apoyados en las rodillas y los dedos entrelazados. El cansancio en su rostro era evidente, pero sus ojos brillaban de alivio al verme consciente.
—Creí que iba a tener que sacudirte hasta el amanecer —bromeó, con una sonrisa pequeña pero sincera.
—Y yo creí que me habías dejado sola —respondí, la voz apenas audible.
—Imposible. Aunque quieras echarme, no me voy a ir tan fácil.
Le sonreí débilmente, luego miré hacia la camilla contigua. Milo dormía con una venda en la mejilla y el pecho subiendo y bajando con lentitud. Sentada a su lado, Rebecca le sostenía la mano, con el rostro inclinado hacia él. Dormida también.
—¿Cuánto tiempo estuve fuera?
—Casi medio día. Te desmayaste en cuanto terminaste el entrenamiento. Y sangrabas más de lo que me gustaría admitir.
Suspiré. El recuerdo del dolor aún pesaba sobre mí.
—¿Fuiste tú quien me trajo aquí?
Aiken asintió sin mirarme. Había algo tenso en su mandíbula, una sombra que no había estado ahí antes.
—No podía quedarme parado mientras… —sacudió la cabeza, interrumpiéndose—. Pero no lo hiciste mal, Astrid. Fuiste increíble.
Lo miré con una sonrisa, sincera y cansada. Me incorporé levemente, pero un quejido de dolor se escapó de mis labios.
Mi cuerpo estaba maltrecho, cubierto de vendajes y ungüentos.
—Déjame ayudarte —ofreció Aiken con una sonrisa más suave.
Con cuidado, me alzó como si no pesara nada y me acomodó sobre una silla de ruedas de madera. Mi brazo izquierdo estaba inmovilizado, y sentía cada músculo tensarse con el mínimo movimiento. Aun así, con el otro brazo, giré las ruedas hasta acercarme a la camilla de al lado.
—Gracias, Aiken —murmuré, mientras tomaba la mano de Milo, que seguía inconsciente, con el rostro apenas más relajado.
Rebecca pareció notarlo. Se despertó sobresaltada, como si hubiera estado vigilándolo incluso en sueños.
—Hey… —susurré, esbozando una sonrisa tranquilizadora.
Al verme, se levantó de golpe y corrió hacia mí.
—Gracias a la Luna estás bien —murmuró al oído, abrazándome con fuerza.
Solté una risa débil, aunque me dolía todo.
—Estoy bien… Quiero sentir a Milo.
Rebecca asintió, retrocediendo unos pasos para darme espacio. Cerré los ojos, respiré hondo y me concentré en el ritmo de su respiración. Uno, dos, tres… hasta diez.
Cuando los abrí, me encontré en la Corte Marítima. Milo estaba sentado sobre el suelo de piedra, frente a Isveran, quien lo observaba con la misma frialdad de siempre.
—Milo… —susurré, acercándome.
Él levantó la cabeza de golpe y, al verme, sonrió como si acabara de salvarse de algo irreversible. Se levantó y me abrazó sin dudar.
—No sabes cuánto me alegra verte. —murmuró—. Isveran solo quiere hablar contigo.
—Eso no es verdad —interrumpió la criatura del Reino de las Mareas, desde su lugar—. No quiero a ninguno de los dos.
Milo se giró y le sacó la lengua, arrancándome una risa inevitable.
—Vamos —le dije con suavidad—. Rebecca está de los pelos allá afuera.
Milo rio suavemente, pero en sus ojos pude nortar las ansias de ver a Rebcca
Le tendí la mano. Milo la tomó sin dudar, y juntos nos sentamos en el suelo. Contamos hasta diez.
Cuando abrimos los ojos, estábamos de nuevo en la enfermería. Milo parpadeó varias veces, desorientado, hasta que fijó su mirada en mí.
—¿Astrid…?
—En carne, hueso y vendas —respondí con una sonrisa.
Él soltó una carcajada, que rápidamente se convirtió en una mueca de dolor.
—Ay… eso dolió.
—¿Dónde te duele? —pregunté con tono burlón.
—Donde no me duele sería más fácil de enumerar —murmuró, llevando la mano a la frente—. Pero… ¿lo hicimos? ¿Terminamos el entrenamiento?
—Sí —asentí—. De una pieza, aunque al borde del colapso.
Milo entrecerró los ojos, como si intentara ordenar los recuerdos.
—Recuerdo niebla. Un látigo. Tu grito. Después, nada.
—Aiken entró a la fuerza —dije, girando un poco la cabeza hacia él—. Pero lo detuve. Quería terminar esto contigo.
Milo bajó la mirada, emocionado.
—Gracias. Por no dejarme solo ahí dentro.
—Gracias a ti por seguir luchando, incluso inconsciente.
Me aleje un poco para darles privacidad a Milo y Rebecca, esta ultima esta al borde las lágrimas.
—¿Desde cuándo estás aquí? —preguntó él, bajando un poco la voz.
—Desde antes de que despertaras —respondió Rebecca, acercándose lentamente—. No me quería ir sin saber que estabas bien.
Vi a Milo sonreir con ternura, aunque había algo de culpa en sus ojos.
—Siento haberte hecho esperar tanto.
—No fue tanto —replicó ella, sentándose al borde de la camilla—. Además, valió la pena. Aunque estuviste cerca de romperte en mil pedazos, luchaste como un loco ahí dentro.
Él la observo en silencio un momento, luego desvió la vista al techo.
—No fui tan valiente como pareció. Por dentro, sentía que me iba a quebrar. Que si Astrid no me alcanzaba... no iba a salir.
—Pero saliste —dijo Rebecca con firmeza—. Y no fue solo gracias a ella. Fuiste tú también.
—No sé —murmuró él—. A veces siento que los demás avanzan más rápido que yo. Que soy el que menos debería estar acá.
Rebecca tomó su mano con suavidad, pero firme.
—Milo, cada uno de nosotros tiene algo que lo rompe. Lo que importa es lo que hacemos después de rompernos.
Mire a Aiken con ternura derrochando en mis ojos. Este solamente negó con la cabeza mientras sonreía.