Las Hijas del Bosque: Nostralis - Libro 1

Capítulo 27: Ilusion con aroma a jazmin

El amanecer trajo consigo un silencio distinto. No era la calma habitual de los bosques, sino una quietud densa, expectante. Como si el mundo supiera que estábamos a punto de cruzar un límite.

Nos despertamos con lentitud, sacudiendo la humedad del rocío y el temblor que el Umbral nos había dejado la noche anterior. Algunos aún no hablaban; otros lo hacían en murmullos que el viento arrastraba sin compasión.

—Ya casi estamos —dijo Varian, señalando el borde del bosque—. Floravelle comienza después de esa línea de luz.

Y era cierto. Más allá de los árboles retorcidos, el paisaje cambiaba abruptamente: flores gigantes abrían sus pétalos hacia el cielo, mariposas con alas cristalinas flotaban sobre la bruma, y una fragancia dulce envolvía el aire, embriagadora, espesa.

Todo parecía sacado de un libro de niños, era hermoso y mágico.

Estábamos cruzando la linea que dividía el bosque de Floravelle cuando Corven alzó la voz.

—Escuchen… —su tono era más firme de lo habitual, como si luchara contra algo para hablar—. Tengan cuidado. Floravelle no es lo que parece.

Todos lo miramos.

—¿Has estado aquí antes? —preguntó Milo, frunciendo el ceño.

—No. Pero he oído historias. El Reino de la Primavera es hermoso, sí. Pero también es un teatro. Y Lysandra... sabe cómo convertir cada rincón en una ilusión.

—¿Qué clase de ilusión? —pregunte, sin apartarle la vista.

Corven dudó. Luego murmuró:

—Una que huele a flores y termina en veneno.

Nadie respondió. Pero la tensión quedó flotando entre nosotros cuando dimos el primer paso hacia Floravelle.

El Reino nos recibió con una belleza tan perfecta que dolía.

Los caminos estaban cubiertos de pétalos frescos, los árboles curvaban sus ramas para ofrecernos sombra, y en el aire flotaba una música suave, casi imperceptible, como si alguien susurrara una canción antigua al oído de la tierra. Todo parecía encantado, como si la mismísima primavera se hubiera detenido para observarnos.

A medida que avanzábamos, comenzaron a aparecer casas de madera oscura con puertas de un rosado suave, decoradas con tallos y flores que parecían abrirse al paso de nuestros pies. Cada detalle era armonioso, como salido de un sueño. Y, sin embargo, algo no encajaba.

Los habitantes del reino nos observaban con sonrisas amplias y cordiales, pero había en sus miradas un brillo extraño. Un fulgor que no era calor ni vida. Sino obediencia.

—¿Por qué sonríen de forma tan… tétrica? —pregunté en voz baja, pegándome un poco más a Aiken, que parecía indiferente a todo.

—No tengo la menor idea —respondió sin apartar la vista del frente—. Pero no los mires demasiado. Siento que si los miramos por mucho tiempo… podrían llevarnos sin que nadie lo note.

Solté una risa nerviosa, esperando que fuera una broma. Pero al ver que su expresión no cambiaba, supe que lo decía en serio.

—Es como si tuvieran una chispa vacía en los ojos —murmuró Nim, caminando unos pasos por delante—. Como si estuvieran presentes solo por costumbre. Se ríen, saludan… pero no respiran libertad.

—Sí —dije en voz baja, sin pensarlo—. Es como si alguien nos estuviera guiando directo al corazón de una trampa.

Seguimos avanzando por el sendero floral. Caminamos en silencio durante casi una hora, rodeados de aromas dulces que parecían embriagar más que reconfortar. Hasta que, al fin, el castillo apareció.

Era una estructura imponente de cristal rosado, atravesada por enredaderas vivas que se mecían como si respiraran. Las rosas trepaban por sus muros, abriéndose con un fulgor silencioso, como si florecieran para vernos llegar. Dos torres se alzaban a los lados del portón, brillando con reflejos dorados. Un puente de hiedra viva conectaba el pueblo con la entrada principal.

Cruzamos todos juntos, sin apresurar el paso, como si nuestros cuerpos supieran que entrar allí era atravesar un umbral invisible.

Y entonces la vimos.

Ella.

La Reina Lysandra. Inquietantemente bella.

Estaba de pie al otro lado del puente, esperándonos. Llevaba un vestido blanco que flotaba con suavidad a su alrededor, como si estuviera hecho de pétalos suspendidos en el aire. Una capa larga, traslúcida, se abría detrás de ella como un lirio en flor. Su piel era pálida, luminosa. Sus ojos, de un celeste tan claro como el hielo, tenían la serenidad de un lago… y la profundidad de algo más oscuro. Su cabello negro resplandecía bajo la luz del sol, enmarcando un rostro perfecto. Tan perfecto, que dolía apartar la vista.

Y sin embargo, algo en ella me perturbaba. No por lo que mostraba. Sino por lo que no decía.

—Bienvenidos, viajeros… —dijo, su voz tan suave y envolvente como una enredadera que se cierra sobre la piel—. Qué alegría tener por fin a jóvenes tan prometedores en mis jardines. Decidme… ¿a qué debo tan grata visita?

Se acercó a paso firme. Su andar era elegante, casi flotante, como si los pétalos en el suelo la sostuvieran.

Y a cada paso, algo dentro de mí se tensaba. No era miedo exactamente, sino una alarma más profunda, más instintiva. Como si mi cuerpo supiera lo que mi mente aún no lograba comprender.

—Venimos a hablar con usted, su majestad —dije, dando un paso al frente.

Sentía que, cuanto más se aproximaba a nosotros, más en peligro estaba el grupo. Lysandra se detuvo y me observó con detenimiento. Pude ver cómo una chispa se encendía en sus ojos: no era sorpresa… era reconocimiento.

—Joven Valeora… —murmuró al acercarse a mí—. Así que los rumores eran ciertos. Ophelia tuvo una hija.

Su mano se posó en mi mejilla. El contacto fue gélido y vibrante a la vez, como si su energía me atravesara. Me estremecí levemente: no era calidez lo que emanaba de ella. Era una oscuridad dulce, seductora… venenosa.

Al notar mi reacción, se apartó con lentitud. Su sonrisa se ensanchó aún más, como si mi incomodidad le resultara placentera.



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En el texto hay: reinos, magia, bosque jovenes aventura

Editado: 25.10.2025

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