Despertar fue como volver desde un pozo ardiente. No hubo sueños, ni voces, ni siquiera la tenue sensación de haber estado viva. Solo un golpe seco en mi sien que aún latía con furia, recordándome lo cerca que había estado del final.
Abrí los ojos con brusquedad, esperando barrotes, cadenas, el olor a hierro y sangre. Pero no había nada de eso. La habitación era amplia, bañada en una claridad cálida que se filtraba por unas cortinas de lino. El aire olía a jazmín y ceniza apagada, como si incluso la brisa llevara consigo un rastro de verano domado.
Me incorporé de golpe. El corazón me golpeaba con fuerza, buscando señales de los demás, de Aiken, de Milo, de Nim… pero solo encontré silencio. Y dolor, mi cabeza estaba por explotar.
—No… no puede ser —murmuré, con la garganta áspera.
No estaba prisionera. No había grilletes, ni guardias apostados en la puerta. Solo un tocador de madera pulida, un baúl abierto con prendas cuidadosamente dobladas y una jarra de agua humeante junto a una bañera de cobre bruñido.
Me acerqué. El agua despedía un vapor delicado, tibio, casi acogedor. Quise llorar de lo mucho que mi cuerpo anhelaba aquel alivio. Deslicé los dedos sobre la superficie, y por primera vez en semanas, sentí el deseo de dejar que el cansancio se disolviera entre las ondas.
“Un baño no borra la guerra”, me dije en silencio, pero mi piel clamaba por descanso, mi alma por tregua.
Dejé que la tela maltrecha resbalara hasta el suelo y me hundí en el agua. El primer contacto fue un estremecimiento: tibio, dulce, envolvente. El calor se deslizó por mi piel como un manto antiguo, borrando poco a poco la dureza de la batalla, como si cada gota supiera dónde había dolido más. Cerré los ojos, y por un instante, sentí que el mundo desaparecía.
El agua me abrazaba con la paciencia de algo eterno. Se colaba entre mis dedos, acariciaba mis heridas, disolvía el polvo y la sangre como si quisiera llevarse consigo todo lo que había quedado marcado en mí. Y entonces respiré… profundo, lento, un suspiro que no recordaba haber necesitado tanto.
Había olvidado lo que era simplemente ser cuerpo, no soldado, no heredera, no prisionera del destino. Solo carne cansada que por fin encontraba descanso. El eco del Paso de Ceniza—los gritos, el fuego, la sombra del acero—se fue apagando en mi mente, diluyéndose como humo en el vapor que ascendía alrededor.
Dejé caer la cabeza hacia atrás, dejando que el cabello se empapara hasta sentirse más ligero, como si el agua quisiera desprenderme de todo peso, incluso el del pensamiento. El aroma a hierbas que flotaba en la bañera me recordó que aún existía la belleza en las cosas pequeñas, que aún podía haber ternura en un mundo roto.
Me descubrí sonriendo sin querer. No una sonrisa alegre, sino una curva suave, tímida, que nació del alivio. Era hermoso. Casi sagrado. Como si cada gota fuese una promesa de que, al menos por unos minutos, estaba a salvo.
Pero nada se había ido. La guerra seguía latiendo más allá de aquellas paredes, y mis amigos aún estaban perdidos en un reino que nunca nos recibió como huéspedes.
Dejé que el agua recorriera mis heridas, que limpiara los rastros de polvo y sangre, y traté de no detenerme demasiado en los hematomas que pintaban mi cuerpo como sombras.
Al salir, el espejo me devolvió un reflejo extraño: otra yo, con la piel limpia y el cabello húmedo cayendo como un río oscuro sobre mis hombros. Me sequé con cuidado, como si temiera que un roce brusco pudiera quebrarme.
Me acerqué al baúl en busca de algo sencillo que ponerme, pero solo hallé vestidos. Opté por uno ligero, teñido en un dorado apagado que parecía arder con la luz del sol. No sabía quién lo había dejado allí, pero sí comprendía algo: la comodidad era un engaño.
Me armé de valor y empujé la puerta. El pasillo me recibió con un calor sofocante, un aliento ardiente que parecía salir de las entrañas mismas de la piedra. El mármol rojizo de los muros estaba tallado con relieves de llamas y bestias mitológicas, centauros en combate, dragones envueltos en fuego eterno. Antorchas incrustadas en braseros de bronce iluminaban cada figura, haciendo que las sombras parecieran moverse, danzando con furia en las paredes. Era como caminar dentro de un horno sagrado, un templo erigido al poder del sol.
Un soldado me esperaba en medio del corredor. Su armadura era de un rojo metálico, bruñida hasta parecer incandescente; las placas encajaban unas sobre otras como escamas de fuego vivo. Bajo el yelmo abierto, su rostro era severo, marcado por el calor: piel curtida, sudor que brillaba en la frente, ojos del color del ámbar fundido que me miraban sin pestañear. Su mandíbula cuadrada parecía tallada en piedra. No tenía gesto alguno, ni enojo ni compasión, solo una frialdad deshumanizada, como si fuese una extensión más de la voluntad de su rey.
—El rey Darius desea verla —dijo, con una voz grave, áspera como brasas al quebrarse.
Tragué saliva, un nudo áspero que me ardió en la garganta. Instintivamente retrocedí un paso, buscando aire.
—¿Dónde están los demás? ¿Qué hicieron con ellos? —mi voz tembló, aunque intenté forzarla para que sonara firme.
El soldado no respondió. Su silencio fue un muro más sólido que las paredes a nuestro alrededor. Solo levantó el brazo, extendiendo la mano enguantada en acero incandescente, señalando el camino.
La furia me atravesó como un rayo. Sentí que mi sangre bullía, que la rabia podía incendiar el aire. Llevé los dedos hacia adelante, y las chispas comenzaron a saltar, temblorosas, como brasas agonizantes. El aire chisporroteó a mi alrededor, una súplica de poder que intentaba nacer, pero no encontraba raíz. Una llamarada débil, apenas un destello, murió antes de formarse del todo.
El vacío me golpeó con más fuerza que cualquier arma. Era como si una puerta invisible dentro de mí se hubiese cerrado. Quise gritar, conjurar, arrancar fuego de mis venas… pero la magia era solo un eco, un recuerdo lejano de lo que había sido. Me quedé jadeando, las manos temblorosas, la piel erizada de impotencia.