Mientras tanto… en la ciudad
Mario salió un par de horas antes del hospital. Había estado de guardia tres días seguidos y se sentía totalmente agotado. Su jefe le había dicho que se fuera a descansar y él, agradecido, le tomó la palabra.
No llamó a Ana, su prometida, porque planeaba darle una sorpresa. Se detuvo a comprar un ramo de flores y sonrió al mirarlas. Hacía poco tiempo que le había dado el anillo de compromiso, y ella estaba emocionada planeando la boda, que se llevaría a cabo en unos meses.
Sabía que la había descuidado un poco, pero pensaba recompensárselo esta noche. Si había estado trabajando tan duro, era para hacerse de su propia reputación, y no tratar de vivir a la sombra del apellido de sus padres, unos famosos cirujanos que gozaban de un gran prestigio y fortuna. Su hermano menor, Pablo, también era médico, pero a él no le pesaba el apellido, al contrario, había elegido el camino “fácil” y había entrado a trabajar en la clínica de la que sus padres eran propietarios, mientras que Mario había optado por postularse para hospitales públicos y había logrado conseguir acomodarse en uno de ellos, para consternación de su familia.
Mario llegó a la casa de su novia, tenía su propia llave, ella se la había dado hace poco, así que, sin hacer ruido, entró y se fue directo a la recámara, donde esperaba encontrarla durmiendo. Había visto su auto estacionado afuera, así que estaba seguro que ella estaría ahí.
Y sí, estaba en la cama… con Pablo, el hermano de Mario.
- ¡Hijos de perra! – Gritó aventando el ramo al suelo. Se dio la vuelta y salió a toda prisa mientras escuchaba los gritos de la pareja en la alcoba.
Los siguientes días fueron un verdadero infierno para Mario. Contrario a lo que se podía suponer, tanto su familia como sus supuestos amigos, en lugar de solidarizarse con él, lo hicieron con su ex prometida y su hermano, quienes tuvieron la desfachatez de publicar su romance en redes sociales anunciando a todo el mundo que estaban perdidamente enamorados y que se iban a casar. “Triunfó el verdadero amor”, decían. Mario no alcanzaba a comprender el hecho de que nadie viera la traición que se había cometido en su contra. ¡Su propio hermano! Por lo menos, había esperado que sus padres le llamaran la atención por la falta de respeto hacia él, pero no, ellos apoyaron a la “feliz pareja” y decidieron solventar los gastos de la boda de ese par de infieles. Abatido totalmente y en un momento de desesperación, llamó al doctor Martínez. Su antiguo maestro en la facultad de medicina y un viejo y querido amigo. Luego de desahogarse con él y contar todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, recibió la invitación de ir a visitarlo al pueblo donde vivía y trabajaba en una pequeña clínica, para que se alejara un poco de todo, pudiera despejar la mente y pensara con claridad qué hacer a continuación.
Mario no lo pensó dos veces, hizo una pequeña maleta, subió a su motocicleta y salió rumbo al pueblo.
En algún campamento de jornaleros…
Elisa estaba sentada sobre una colcha, abrazando a su pequeño hijo, quien dormía ajeno a todos los problemas.
Intentaba por todos los medios contener el llanto, pero su dolor y su impotencia eran enormes. Su marido acaba de golpearla, de nuevo, y luego de insultarla hasta el cansancio, se había ido al pueblo.
Ella permaneció en silencio, bajo la colcha que servía como improvisada tienda de campaña, meciendo a Juanito en sus brazos. Desde los 16 años se había juntado con ese hombre. Al principio creyó estar enamorada, y que él también lo estaba de ella, pero poco a poco la realidad le fue golpeando una y otra vez en forma inmisericorde. Cuando quedó embarazada fue el acabose. Su marido le gritó, cuando se enteró, que era una trampa que ella le había tendido, que ese niño era una carga que él no quería echarse y la golpeó sin piedad. Fue un milagro que no perdiera a la criatura. Demoró días en recuperarse de la golpiza y, aun así, la obligaba a levantarse a ir todos los días a recolectar verduras. El poco dinero que ella ganaba él se lo arrebataba para írselo a gastar a la cantina del pueblo más cercano en alcohol y mujeres.
La pobre Elisa estaba más que harta de esa situación pero… ¿Qué podría hacer? No tenía familia ni a nadie a quien acudir, a duras penas había estudiado la primaria y, en cualquier trabajo que pudiera hacer, era difícil que la aceptaran con el niño. Miró a su pequeño y lo besó en la frente. Antes de juntarse con su marido, había trabajado en una fonda como ayudante de cocina, y había aprendido mucho, pero ¿de qué le servía ahora? Viajaban de rancho en rancho buscando cosechas, trabajando como jornaleros, por una paga miserable y viviendo en donde se pudiera, como ahora, que habían acampado con otros jornaleros más y sus familias. Vivían en la miseria sin tener nada, absolutamente nada, prácticamente era la ropa que traía puesta y un par de mudas más. Miró sus zapatos rotos, su ropa remendada, y miró a su hijo que portaba prendas en las mismas condiciones. Una lágrima escurrió por su mejilla ahogando cualquier vestigio de esperanza que aún le pudiera quedar. El sueño de un hogar lleno de amor, de una casita, de comida caliente en la mesa, hacía mucho que se había desvanecido.
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Editado: 15.05.2020