Las otras novias

Capítulo 2

La jornada estaba por terminar y Ubaldo se sentía agotado. No sólo era el trabajo físico, ahora era la preocupación de que un pervertido rondara los campos y se hubiera fijado en la niña. Él estaba muy consciente de sus desventajas físicas ante ese hombre y había sido más prudente acudir a uno de los patrones que agarrarse a golpes con alguien que, en menos de un minuto, lo iba a dejar fuera de combate.

 Cargó la pesada canasta con lo último que había recolectado y se acercó, por enésima vez, a la fila para vaciarla al camión y recibir su pago. La pequeña caminaba a su lado, agarrada fuertemente de la pierna de sus pantalones.

- Papi quiedo haced de la pipí. – Dijo Dianita empezando a moverse con inquietud.

- Aguántese tantito mi niña, no puedo salirme de la fila porque me roban la cosecha.

- ¡Ya no me aguantooooo! – Exclamó la niña a punto de sollozar.

Ubaldo miró impotente hacia todos lados.

- Ve atrás de esos árboles mija. – Le dijo preocupado. – Yo desde acá te vigilo.

Ubaldo giraba la cabeza a cada paso, mientras empujaba la enorme canasta, mirando a su hija alejarse. Sentía una leve angustia en el pecho, pero no podía dejar el canasto sin vigilancia. Era muy común que otros labriegos robaran parte de su cosecha y eso provocaría que recibiera menos paga. ¡Dios sabía cuánto necesitaba esos centavitos!

La fila avanzaba lento, el pobre hombre se empezaba a desesperar, sobre todo cuando perdió a la niña de vista, detrás de los árboles. Un instante después, se acercó el joven patrón a él.

- ¿Y la niña? – Le preguntó con extrañeza.

- Me tiene con pendiente patrón. – Dijo Ubaldo. – Fue al baño allá a aquellos árboles y no la pude llevar yo.

Darío, sin pensarlo, se echó a correr hacia esa dirección. Ubaldo se quedó mirando con angustia cómo desaparecía tras los árboles.

Un momento después, se escucharon gritos, y Ubaldo, sin importarle ya la cosecha, salió corriendo hacia ese lugar, con el corazón en la garganta.  Otros más empezaron a seguirlo.

Cuando llegó, descubrió a su niña sentada junto a un árbol, y al joven Darío golpeando sin piedad al tipejo que los había estado molestando más temprano.

- ¡A los niños no se les toca, maldito enfermo! – Gritaba el joven totalmente fuera de control, mientras golpeaba con los puños una y otra vez al hombre, quien estaba en el piso sin poder defenderse.

 Ubaldo, aterrado, corrió hacia su niña y tomándola en sus brazos le preguntó con angustia.

- ¿Estás bien Dianita? ¿Te hizo algo ese hombre?

- Quedía que me quitada los calzones pedo yo le dije que no. - Dijo la niña mirándolo asustada. – Y el muchacho llegó y se enojó y le pegó.

El pobre hombre soltó un suspiro desde el fondo de su alma y abrazó fuertemente a su pequeña al mismo tiempo que giraba a ver al joven que la había salvado cómo seguía golpeando a ese malnacido.

Más gente había llegado, otros dos jóvenes, y don Diego, también llegaron.

- Ya déjalo Bestia. – Dijo uno de los muchachos tratando de detenerlo. - Lo vas a matar y el que va a acabar en la cárcel eres tú.

- ¡El muy hijo de puta estaba manoseando a la niña! – Gritó el joven mientras se levantaba dándole una patada al hombre, quien yacía inerte sobre el pasto.

- Tranquilo hijo. – Se acercó don Diego. – Creo que ya le enseñaste su lección.

Luego se giró a sus peones y dio instrucciones que fueran al pueblo a buscar a las autoridades, para detener al hombre.

Darío se acercó a Ubaldo.

- ¿La niña está bien? – Preguntó con angustia. – Perdóneme por favor, me tocaba a mí cuidarla, casi no llego a tiempo.

Ubaldo lo miró con sorpresa.

- No fue su culpa joven. – Dijo agradecido y conmovido. – Usted no tenía que estar con ella todo el tiempo, tiene mucho qué hacer. Al contrario. Le agradezco en el alma que haya salvado a mi niña de ese cerdo.

- Fue mi culpa. – Musitó Darío. – Debí tener más cuidado y echar a ese hombre del rancho en lugar de cambiarlo de campo. Lo siento mucho.

- No joven. – Ubaldo negó con la cabeza. – Usted no hizo nada malo, al contrario.

Extendió a la niña hacia Darío quien, sorprendido y apenado, estiró los brazos cubiertos de sangre para cargarla.

- Mírela, la niña está bien. Asustada, pero bien. Gracias a usted.

- ¿Estás bien chiquilla? – Le preguntó el joven, sin saber bien cómo cargar a la pequeña.

- Si. – Dijo ella moviendo afirmativamente la cabeza y estirando una manita para tocar su mejilla. - ¿Qué te pasó en la cada?

- Me quemé. – Musitó el joven conteniendo el aliento.

- Mi papi dice que no hay que jugad con cedillos podque uno se quema.

Darío soltó una pequeña carcajada.

- Tu papá tiene razón. – Dijo devolviéndosela a su padre. – No juegues con cerillos.




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