Los húmedos y frondosos bosques amazónicos son el hogar de muchas serpientes. La más grande es la sicurí – la serpiente de agua, larga, gorda y verdosa como un tronco de árbol. Los ancianos más sabios del pueblo de Santa Rosa cuentan que muchos años atrás las sicurís se adoraban como si fueran dioses. Las sicurís nadaban en los ríos acompañadas por un séquito de peces y caimanes, levantando su pequeña y plana cabeza sobre el agua turbia y arcillosa de los ríos tropicales. Los indígenas, cuando pescaban en las orillas de los ríos, al ver a una sicurí flotando en el agua se arrodillaban y rezaban a la serpiente para pedirle bienestar y bonanza para su tribu. Cuando llegaron los españoles, los curas no tardaron en explicar a los aborígenes que a partir de entonces las sicurís no serían dioses, y que el único Dios era Jesucristo que no vivía en un río sino en unas casas de madera finamente talladas, llamadas “iglesias”, que los misioneros jesuitas edificaban por toda Amazonía entre las humildes chozas indias. Cuentan los sabios ancianos que una sicurí no se resignó a ser rebajada de su posición divina y se vengó de una manera cruel: tragó a un cura que un día al amanecer se dirigió a la orilla del río para hacer sus necesidades naturales, escondido en un matorral de caña.
En nuestros tiempos ya nadie duda que Jesucristo es Dios, y que Él no nada en el agua como las serpientes, sino que camina sobre ella sin mojarse los pies, pero los descendientes de aquellos indígenas siguen creyendo en el poder de las sicurís y, por si acaso, al ir a pescar siempre lanzan al agua un trozo de pan como ofrenda. ¿Quién sabe que nos espera después de morir? Nadie ha regresado hasta ahora del mundo de los muertos para contar qué dioses mandan allí. Ni siquiera aquel cura que prometía vida eterna, pero que fue tragado sin misericordia por una sicurí.
Pero la serpiente más peligrosa de la selva amazónica es la pucarara. ¡Ay de aquel infeliz que tiene la mala suerte de toparse con una víbora tan venenosa! No saldría vivo del encuentro. En vano uno saldría corriendo a toda velocidad. La pucarara se movería aún más rápido. La serpiente alcanzaría a su víctima fácilmente, y, tras levantarse sobre su fina y delgada cola, se lanzaría sobre el infeliz que hubiera perturbado su tranquilidad. Dando un salto brusco mordería la cara del infeliz, el cual moriría en menos de una hora. Solo hay una forma de salvarse de una pucarara: habría que quitarse la ropa rápidamente y tirarla al suelo. La serpiente, engañada y atraída por el calor y el olor humano, dirigiría su mortal picadura a la ropa, y así daría tiempo para emprender la huida.
Andrés Cruz se ganaba la vida yendo a la selva en la temporada de castañas. Por eso conocía todo en cuanto a serpientes, jaguares, capibaras, perezosos, jabalíes, monos, lagartos, tarántulas y otras innumerables fieras que acechaban entre los matorrales y en las tierras pantanosas a los imprudentes que se atrevían a adentrarse en la selva virgen. Pero si le hubieran preguntado a Andrés cuál era la fiera que más miedo le daba, este habría respondido sin la menor duda: “mi mujer”. Su esposa, María José, era tan caprichosa y escandalosa, que su vida conyugal se había convertido en un verdadero calvario desde hacía varios años. Pero él no se atrevía a abandonarla, porque el cura en la iglesia siempre decía que lo que Dios había unido no podía ser separado por los hombres tan corrientes e insignificantes como Andrés Cruz. Pero, sobre todo, porque María José tenía tres hermanos de apariencia muy ruda y amenazante.
El único consuelo para Andrés era sentarse en una silla en la puerta de su casa, beber cerveza y ver cómo pasaban por la polvorienta calle las muchachas del pueblo de Santa Rosa: exhibiendo minifaldas, moviendo los pechos y las voluptuosas caderas, sonriendo a todos los hombres jóvenes con los que se cruzaban. Sin embargo, a él ni lo miraban, pues las jovenzuelas lo veían como a alguien poco atractivo, ya no tan joven, casi entrado en la cuarentena, e irremediablemente casado… Mientras, en el patio trasero María José, con la tez enrojecida por el fuego y cabello enredado, freía empanadas en una sartén rebosante de aceite. Las empanadas eran sabrosas, grasosas y crujientes, rellenas de carne y una salsa agridulce y picante. Se vendían muy bien y mantenían economía familiar en los meses en los que Andrés no iba a la selva a recolectar castañas. No obstante, las empanadas engordaban mucho, y María José, que comía al menos una media docena cada día, no tardó en convertirse en una capibara gorda, perezosa y siempre somnolienta en los escasos momentos en los que Andrés Cruz tenía deseo de besarla, abrazarla y llevarla a la cama.
En la casa de enfrente vivía la familia Morales, cuya hija, de unos veinte años, era todo un deleite para los ojos de Andrés. Era de piel morena, y tenía un pelo negro y ondulado que siempre adornaba con una flor de hibisco rojo. Además, estaba dotada de unos pechos exuberantes y unas piernas bien rellenitas a las que su vestido demasiado corto y liviano permitía observar. Aquellas piernas de color canela parecían frutas maduras que deslumbraban por el brillo cuando la muchacha se las untaba con aceite de almendras…
La joven vecina pasaba horas y horas balanceándose en una hamaca que colgaba entre dos árboles de mango, que daban sombra al patio en los días soleados y cubrían el arenoso suelo con frutos amarillos y rosados. La muchacha se mecía sin descanso comiendo frutas y patatas fritas compradas en la tienda de la esquina junto con una botella de gaseosa, la más grande de las que se vendían. Le gustaba escuchar música a todo volumen – las interminables cumbias que Andrés ya se sabía de memoria después de haberlas escuchado en infinidad de ocasiones. A veces la muchacha se ponía a cantar, y esto era algo que molestaba mucho a su madre, quien se asomaba por la ventana para gritarle a la hija: