Las serpientes no hacen milagros

II

  Aquel era un día como tantos otros. María José salió a la plaza llevando una canasta llena de empanadas fritas para venderlas. Andrés dormitaba la siesta meciéndose en su hamaca, cuando, de repente, fue despertado por un grito aterrorizante:         

  –¡Una pucarara! ¡Socorro! ¡Una pucarara entró en mi casa!

  Él se incorporó dando un rápido salto. No dudaba en acudir en auxilio. Era la ley de la selva: hoy ayudas tú, y mañana otros te ayudarán a ti. Unidos, es más fácil protegerse de una fiera o de una víbora peligrosa.

  Andrés salió a la calle y enseguida vio qué pasaba en casa de los Morales: Angélica Marina gritaba corriendo desesperadamente por el patio, aplastando los mangos con sus pies descalzos.  

–¿Dónde está? –preguntó a la muchacha.

  Esta, temblando de pavor, señaló con un dedo en dirección a la puerta de la casa. La pucarara estaba ahí, acechando. Su escamosa piel brillaba reflejando la luz del sol. Andrés la reconoció de inmediato: los rombos de color marrón oscuro que alternaban con otros más claros eran elocuentes. Sabía muy bien lo que tenía que hacer: tirarle ropa a la serpiente para engañarla. Pero, por desgracia, no llevaba ropa. Solía dormir la siesta en calzoncillos, y con tan indecente apariencia había corrido para prestar ayuda. Su mirada recayó en el vestido de Angélica Marina, blanco y con grandes flores azules, muy corto y estrecho en la altura de los senos. No lo dudó, ya que la vida de ambos estaba en peligro. De golpe arrancó el vestidito a la muchacha y se lo lanzó a la serpiente. Angélica Marina soltó un grito de vergüenza y quedó inmóvil, intentando cubrir con sus manos su repentina desnudez. Debido al agobiante calor tropical, ella no llevaba ropa interior.  

  Sin embargo, la pucarara no reaccionó al vestido. La serpiente se encontraba bastante aturdida, quizás confundida y desorientada por hallarse en un ambiente extraño para ella. El polvoriento y soleado patio, repleto de mangos semipodridos y excrementos de gallinas, era muy distinto del húmedo y espeso bosque donde vivía. Andrés tuvo entonces suficiente tiempo para agarrar el hacha con el que la mamá de Angélica Marina degollaba las gallinas, y, dando un fuerte golpe, le cortó la cabeza a la pucarara.

  El peligro había desaparecido. Aún empuñando el hacha, Andrés secó con la mano el abundante sudor que fluía por su frente. Entonces sintió como temblaba, como la sangre pulsaba en sus sienes como si un martillo lo golpeara sin descanso. No obstante, intentó calmarse.

  Angélica Marina se acercó a él por detrás y, llorosa, lo abrazó.

  –¡Gracias, gracias! Me salvaste la vida… –sollozaba ella–. No sabía qué hacer. Mis padres se fueron y yo estaba sola en casa…          

  Sentir la desnudez de Angélica Marina era una sensación embriagadora. Su cuerpo semejaba una fruta madura, su piel olía a mangos y sudor fresco, y sus besos – a goma de mascar. Andrés perdió la cabeza. No paraba de besarla. Ella respondía a sus besos con una pícara sonrisa. Mientras, en la jaula, los alborotados loros saltaban enloquecidos por el ruido repitiendo sin cesar: 

   –¡Socorro! ¡Una pucarara! ¡Socorro! ¡Una pucarara!  

  El largo cuerpo de la serpiente degollada se estremecía en unas últimas convulsiones agónicas. En un desesperado arranque de pasión la pareja se acostó en la hamaca, la cual se mecía con un sonido rechinante. Ladraba el perro, cacareaban las gallinas buscando granos de maíz entre los mangos. Un trueno lejano anunciaba la pronta llegada de una lluvia tropical. Y en medio de esta mezcla casi infernal de sonidos e imágenes Andrés Cruz alcanzó su añorado paraíso.

 Andrés aún se hallaba recostado en la hamaca sin dar crédito a lo que había ocurrido, cuando ella, ágil como una mariposa, abandonó el nido de amor interrumpiendo las últimas caricias como si ya no las necesitara. Tatareando una canción de moda recogió del suelo su arrugado vestido y se lo enfundó. Luego se dirigió hacia el espejo agrietado que colgaba en la pared de la casa encima de un cubo con agua para el aseo, y procedió a peinarse dedicando toda su atención a esta tarea.  Dio de comer a las gallinas y agua al perro. Calmó a los enloquecidos loros ofreciéndoles unos trozos de pan. Por último, dijo a Andrés:       

  –Levántate y vete, que mis padres no tardarán en llegar. ¡Y llévate la serpiente! Me da miedo verla.

  Al levantar el escamoso cuerpo de la pucarara Andrés se dio cuenta de la verdadera magnitud del peligro que habían corrido. Angélica Marina se acercó para observar la serpiente. Ya no estaba asustada, más bien parecía sentir curiosidad. Lanzó una risita picarona:   

  –¡Guárdala en algún rincón de tu casa para que tu mujer se dé un buen susto al verla! ¡Que se muera de miedo, como nosotros!

  Andrés también se rio. En aquel momento sentía que odiaba a María José como nunca. Ella era un estorbo, una piedra en el recién abierto camino hacia una posible felicidad.

  Le pareció buena idea asustar a María José. Sería una venganza algo cruel, pero bien merecida por todos los años de infelicidad que le había dado. Al llegar a casa, Andrés colocó el cadáver de la pucarara en la sartén donde María José freía sus eternas empanadas. La sartén era grande y profunda, por lo que la serpiente no llenó ni la mitad del espacio. Solo se la veía cuando uno se hallaba a pocos metros de ella. Lleno del gozo que da el presentimiento de una buena broma, Andrés se fue a completar la estropeada siesta.  




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