De nuevo, su sueño fue interrumpido por un largo grito, lleno de dolor y desesperación. En un primer momento Andrés pensó que la que gritaba era Angélica Marina. Pero una punzada en el corazón le hizo acordarse de María José y de la pucarara muerta en la sartén. Se dirigió corriendo al patio, y al doblar la esquina de la casa vio una terrible escena: María José, con su cara ensangrentada, hinchada, desfigurada por el horror y un dolor insoportable, y una serpiente que huía del patio como un rayo. Una serpiente con escamas que formaban rombos marrones oscuros alternados con los pálidos. Una pucarara. No era aquella ya degollada y colocada en la sartén de María José como una estúpida broma, sino su pareja. Los sabios ancianos que narraban cuentos sobre las pucararas también decían de ellas que siempre vivían en pareja. Y cuando una serpiente moría, la otra se acostaba junto a su cadáver, sufriendo por su pérdida casi como lo haría un ser humano.
Andrés entendió qué había sucedido. Mientras él dormía llegó la pareja de la serpiente degollada para cumplir con su ritual fúnebre. Y, como era de esperar, había mordido a María José cuando la pobre mujer, sin sospechar nada, se acercó a la sartén para freír las empanadas. ¿Cómo pudo olvidarse de un detalle tan bien conocido del comportamiento de las pucararas? ¿O, quizás, no se le había olvidado?..
–¡Tranquila! ¡Voy a traer al médico! –gritó, intentando animarla y tranquilizarla.
El desesperado grito de la mujer le persiguió en todo su trayecto como un eco infernal. El único médico del pueblo de Santa Rosa atendía en un consultorio ubicado en la plaza principal. Era la hora del descanso, cuando el doctor solía tomar su taza de café habitual en una de las cafeterías del pueblo. Andrés tardó más de veinte minutos en encontrarlo, buscando por las calles aledañas a la plaza. Cuando por fin lo encontró, y el doctor pudo comprender algo de su poco concisa explicación y encontró el antídoto adecuado, el valioso tiempo ya se había perdido sin posibilidad alguna de recuperarlo. María José había muerto.
Se la lloró y enterró como era debido en un cementerio a las afueras del pueblo. Su trágica muerte se convirtió en una de aquellas historias que sería contada en las generaciones venideras por los ancianos más sabios del pueblo. Y el viudo, para asombro de todos, muy pronto se casó de nuevo. Con Angélica Marina.
Andrés no podía creer en su repentina felicidad. Un día decidió ir a la selva para hacer una ofrenda de agradecimiento y rezar a la serpiente divina. Decía que lo sucedido era un milagro de la serpiente. Regresó al pueblo contento, incluso algo eufórico. Pero la alegría desapareció cuando Andrés se topó en la puerta de su casa con el teniente Maldonado, quien le esperaba fumando un cigarrillo tras otro. Un pequeño montoncito de colillas delataba que el teniente había esperado a Andrés un largo rato.
–¡Ah, por fin llega el feliz marido! –dijo el teniente mostrando una sonrisa que permitía ver un diente de oro, una muestra innegable de su alta posición social en un pueblo perdido entre los bosques amazónicos–. ¿Has pensado en mi propuesta?
–Yo no vendo la casa –respondió Andrés–. Así que si vino solo por eso…
–No, no vine solo por eso –el teniente Maldonado cambió de tono inesperadamente. Ahora su voz sonaba muy solemne–. Queda usted detenido por la sospecha de asesinado premeditado de su difunta esposa.
–¿Qué? –apenas pudo balbucear Andrés.
El teniente, con una lentitud casi teatral, sacó del bolsillo un par de esposas…
Andrés Cruz fue llevado a una celda que se hallaba en el sótano del recinto policial: un oscuro y húmedo calabozo lleno de ratones y cucarachas, llamadas en esta región con una palabra indígena: “chulupis”. Angélica Marina fue muy pronto a visitarlo, vestida de negro, como si estuviera ya de luto. Lucía muy guapa y conmovida. Entre quejas y sollozos, contó que el teniente Maldonado la estaba amenazando. Que su intención era quitarles la casa. Y que la única manera de conservar la vivienda era el traspaso de todas las propiedades de Andrés a nombre de Angélica Marina.
Andrés estuvo de acuerdo en todo. No sabía a qué dioses debía agradecer el tener una mujer tan razonable, abnegada y preocupada por sus intereses: a Jesucristo o a la divina serpiente. Al día siguiente Angélica Marina volvió acompañada de un notario, y Andrés firmó todos los documentos necesarios.
Las semanas siguientes el preso pasó en soledad. Pensó que quizás el vengativo teniente Maldonado había negado el permiso de visita a Angélica Marina. Los días en el calabozo le parecían muy largos, y las noches casi interminables. Se dedicó a cantar canciones para no volverse loco, mientras esperaba el inminente juicio. Pero, para su sorpresa, el juicio nunca llegó a efectuarse. Un día las puertas de su prisión se abrieron y Andrés Cruz salió en libertad. Le explicaron que la sospecha de asesinato había sido desechada por falta de pruebas contundentes.
Andrés había pasado en la celda casi cuatro meses. Ahora tenía un aspecto pálido y desaliñado, y pesaba unos diez kilos menos. Pero no le importaban los cambios en su apariencia. Lo único que quería era llegar a su casa lo más rápido posible para abrazar por fin a Angélica Marina. Mientras más se acercaba a su vivienda, más aceleraba el paso. Al final casi corría por las polvorientas calles. Solo le faltaba doblar una última esquina para poder ver su casa. Con el corazón casi saliéndosele del pecho, Andrés dobló la esquina… Y se quedó atónito e inmóvil en medio de la calle. Su casa ya no estaba. Tampoco estaba la valla de madera que separaba su terreno de la propiedad del teniente Maldonado. Una piscina amplia, llena de agua, se hallaba en el lugar donde Andrés Cruz había nacido y vivido toda su vida.