III
HESTIA
(1962)
- ¡Samantha! ¡Samantha!!!! Ya son las diez, no vamos a aceptar ningún pretexto esta vez.
- ¡Niñas! ¿Aún están despiertas? Miren que su papá va a estar harto enojado si las ve fuera de la cama a esta hora.
- No. Tú lo ofreciste. Van años sin escuchar tus historias, como cuando éramos pequeñitas, ¿recuerdas nana? Anda, cuéntanos una historia – dijo en tono suplicante la mayor de todas.
Cargada de un bulto de ropa que abarcaba sus enormes y regordetes brazos, con un ancho vestido cubierto por delantal florido, sandalias raídas y viejas, el cabello zambo entrecano cubierto por un pañuelo, la vieja mujer, negra como la noche, de caderas anchas, enormes proporciones, alta estatura y ojos más oscuros que la madrugada sin estrellas, caminaba con lentitud y con dificultad. Poseedora de grandes dones, no había quien leyera mejor las cartas que ella y muchas personas de todos los rincones de la región acudían a ella para que les adivinara su suerte.
Las niñas se aprestaron a colaborar con la carga. La fragante ropa, con aroma a rosas y esencia de los manantiales del río, inundó la calidez de la habitación provocando en las chicas el mayor entusiasmo. Aspirando profundamente las fragancias de las prendas, con ojos cerrados, la niña intermedia exclamó:
- Me encanta cuando llegas de lavar la ropa, Sami, huele tan bien… - y diciendo esto, comenzó a bailar agarrándose una camisa y los ojos cerrados.
- Preste pa´ca mija, no ve que no es a uté a quien le toca planchar… - arrebatándole la prenda enseguida.
- Has estado enojona últimamente- repuso la niña intermedia haciendo un puchero.
- ¿Enojona yo? ¿Ve? Si no fuera porque esta vieja las ha cuidado con tanto amor y cariño, hace rato que se las hubiera llevado el Riviel en su canoa. Ya fueran ánimas en pena, mocosuelas…
- ¿El Riviel?, ¿qué es eso, nana? –preguntó inocentemente la más pequeña de las niñas.
- No pregunte tonteras, mi Naty… Después ha de quedarse despierta to´a la noche sin poder dormir… Me ha de tocar hacerle espacio en mi catre… y yo he de pasar la noche en el suelo velándole el sueño. Deje nomás ahí lo del Riviel…
- El Riviel es un monstruo horrible que navega en una canoa –interpuso la niña intermedia, con voz tenebrosa, y continuó –y se lleva a las niñas de cabello claro, le encantan las coloraditas… –terminó diciendo, con los brazos en alto, para asustar a su hermana, la más pequeña.
Natalia se estremeció e hizo un gesto parecido al llanto. La mujer dejó la olorosa ropa encima del catre, tomó una de las prendas y con un suave movimiento golpeó a la muchacha con la punta de aquélla:
- Señorita Sonia, no asuste así a su hermanita… Esta colora´a se cree todo lo que le cuenten –dijo atrayendo a la pequeña a su regazo, dándole un gran abrazo.
- A mí nunca me abrazas, Sami, a mí no me quieres… -dijo Sonia con sincero pesar, al ver a su hermanita bajo tan vasta protección y ella en aparente relego.
- A ti te quiero lo mismo que a estas otras dos –repuso la vieja, pero sin mirarla.
El cuarto estaba iluminado por una lamparita de parafina colgada del techo, que invadía el lugar de destellos rojos, amarillos y naranjas, dibujando sombras en las viejas paredes; sombras juguetonas de perfiles hermosos y de cabellos tupidos que contrastaban con la imponente imagen proyectada por Samantha, la vieja redonda, maciza y vasta.
Había rizos y lacios de todos colores: Martha, la mayor, de pelo castaño claro ondulado, piel color mate brillante y enormes ojos cafés como la pepa del cacao tostada, parecía como si piel, cabello y ojos se hubieran puesto de acuerdo para adoptar el mismo tono; Sonia, la intermedia, cabello negro azabache recto, trigueña de vivaces ojos negros como las sombras con el brillo de la luna; la menor, Natalia, pelirroja, pecosa, con piel de leche recién ordeñada, cabello rizado y ojos verdes como el bosque. Similares a un rondador de cañas simétricas, a la sazón contaban con doce, once y diez años respectivamente, todas vestidas con batas de sus preferidos colores: rojo, verde y púrpura.
Martha, que al igual que su hermana Sonia, ya delineaba algo de busto y pronunciadas caderas, comenzó a ayudar en la tarea de clasificación del vestuario. Sus hermanas observaban a prudente distancia, nunca nadie les había permitido aún participar de las labores domésticas y sentían ese recelo a ser reprendidas, ya sea por Sami, como por la misma Martha, quien actuaba con mucha autoridad y solvencia, separando camisas, calcetines, enaguas y demás prendas.
- Niñas, se quedan ahí donde pueda mirarlas. Este es trabajo para mujeres –dijo Martha a sus hermanas con tono de autoridad.
- ¿Ve? ¿Quién dice? –Repuso la nana- Déjeles que ayuden mijita, ¿que acaso no tienen manos ellas también? Vengan para acá holgazanas, apoyen con esto, que si no, no les cuento es nada y las mando directito a su cuarto.
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Editado: 29.11.2018