Layan
Por fin se terminó la jornada. Este día ha sido uno de los más largos. Solo quiero irme a casa y encerrarme en mi habitación. Me pongo de pie y empiezo a guardar mis cuadernos en la mochila cuando una voz me detiene.
—Layan, ¿podemos hablar? —se me acerca con cautela Izan. Me vuelvo hacia él, sintiendo cómo la molestia se agita en mi pecho.
—No tenemos nada de que hablar —respondo con frialdad—. Pero si voy a pedirte un favor: no te me acerques.
—Ey, ¿por qué le hablas así? —interviene Alison, frunciendo el ceño—. Tu mal humor no lo tenemos que pagar nosotros.
—No te metas, Alison —le corto, con la voz más firme de lo que esperaba—. No tienes idea de cómo están las cosas. —Luego miro a Izan, fijamente—. Anda, cuéntale lo que me hiciste. Ten el valor.
Izan baja la mirada, incómodo.
—Lo siento... no sé qué me pasó. Yo... no quiero perder tu amistad.
—Ya la perdiste —le respondo sin titubear—. Porque te perdí la confianza. A tu lado no me siento segura. Así que mantente lejos de mí.
Alison pone los ojos en blanco y suelta un suspiro exagerado.
—¿Qué te pasa? Estás extraña —dice con un tono que roza la burla.
—Estarías igual si te dieras cuenta de que tus amigos no son lo que aparentan —le disparo, agarrando mi mochila con fuerza antes de salir del salón.
Em, que ha estado en silencio todo este tiempo, me sigue de cerca. Me pide que no les preste atención, y trato de hacerle caso mientras caminamos hacia el parqueadero. En el camino, un cartel grande en una de las carteleras capta nuestra atención. Es un aviso que informa que el equipo de baloncesto de la Universidad de Columbia y sus animadoras vendrán a entrenar aquí.
—¿Qué? —exclama Emma, frunciendo el ceño—. No creo que a nuestros padres les guste esa idea.
No le doy mucha importancia al aviso y seguimos caminando. Cuando llegamos al parqueadero, mis hermanos ya están ahí, esperando a nuestro chofer. Apenas me ve, Dorian corre hacia mí y me abraza con la misma energía de siempre.
—¿Cómo les fue? —les pregunto, mirando a Hallie—. Sobre todo a ti, que pasaste el fin de semana estudiando con papá para tu examen.
—¡Saqué una A! —me responde, radiante, y le sonrío.
—¿Solo una A? —interviene Dorian, burlón.
—¡Sí! —responde ella, abriendo los ojos como platos.
Los felicito a ambos y les advierto que no empiecen a pelear, logrando que se calmen un poco. Dorian comienza a quejarse de que tiene hambre y de que Hugo, nuestro chofer, está tardando demasiado.
Mientras esperamos, Emma y yo nos ponemos de acuerdo para trabajar en nuestra investigación de química. Entonces, un sonido fuerte y agudo interrumpe nuestra conversación. Un auto deportivo rojo se detiene cerca, con la música a todo volumen. De él bajan cuatro chicas, todas con shorts cortísimos, blusas ombligueras y zapatillas deportivas, sus cabellos recogidos en altas colas de caballo.
—¡Wow! Qué lindas, parecen Barbies —susurra Hallie, y tengo que darle la razón. Son altas, con piernas largas y pieles perfectas. Cuerpos que parecen esculpidos. Llaman la atención de todos los que las vemos.
En ese momento, otro auto llega, esta vez con chicas que parecen sus copias, aunque un poco más bajas. Visten igual y se mueven con la misma seguridad.
—Layan, son las...
—Las animadoras de Columbia —respondo sin dejar de observarlas. Las chicas siguen su camino, ignorando las miradas a su alrededor.
De repente, una de las chicas más altas grita:
—¡Gatito!
La seguimos con la mirada y vemos que corre hacia un chico que acaba de bajarse de otro auto. Él abre los brazos para recibirla, la alza en el aire y ella le da un beso.
Siento cómo mi estómago se revuelve.
—Es... es Andrés —susurro, sintiendo cómo el calor me sube al rostro y las lágrimas amenazan con salir. Me muerdo el labio para contenerlas. Claro, ¿qué esperabas, Layan? Seguro así le gustan las chicas ¿Por qué se fijaría en alguien como tú?
—¡Papi! ¡Miren, llegó papá! —grita Hallie, sacándome de mis pensamientos.
Dorian sale corriendo hacia él, y papá lo alza en brazos con una sonrisa.
—Hola, mis amores —saluda papá, y sus ojos se encuentran con los míos. Puedo ver la preocupación en su mirada, pero me esfuerzo en sonreír, en no dejar que nada de lo que siento se vea. —Hola, Emma, qué gusto verte.
—Señor Collins, buenas tardes —responde Emma con educación.
—¿Qué haces aquí, papá? —pregunta Dorian, algo sorprendido.
—¿No puedo venir a buscar a mis hijos? —le responde papá, con una leve sonrisa.
Hallie cruza los brazos, mirando a papá con un aire de desconfianza juguetona.
—Es raro que tú vengas por nosotros.
Papá suelta una pequeña risa.
—Tenía algunos asuntos cerca y decidí pasar por ustedes. Vamos, mochilas —extiende las manos y se las entregamos—. Suban al auto.