Layan
Se me acerca una chica; por el uniforme la reconozco, es parte de las animadoras de Columbia. Me mira y me saluda con una amplia sonrisa. Al principio dudo de que sea a mí, frunzo el ceño, extrañada, y me señalo el pecho con el índice. Se acerca a mí.
—Hola, ¿eres del LÉMAN? —pone sus ojos en mi suéter, que está amarrado en mi cintura.
—Sí, yo... soy de ese colegio.
—Sí te he visto, viendo los entrenamientos. ¿Qué haces aquí? —pregunta, y no sé qué responder. Así que pienso rápido en una respuesta creíble.
—Ahhh, pues... vine a apoyar el juego de los chicos, y también me gustaría hacerles una especie de reportaje después de cada partido —explico, y al ver los gestos que hace la rubia entiendo que no captó mi idea, así que le aclaro—. Es que quiero ser periodista deportiva y, bueno... también ustedes entran en lo que quiero hacer.
—Entiendo, pues bienvenida. ¡Chicas! ¡Tenemos una reportera oficial! —grita y me dice que me acerque hasta donde ellas están.
—¿Puedo estar aquí con ustedes? —lanzo.
—Claro, vas a necesitar estar cerca de nosotras y del equipo para hacer tu trabajo, ¿no?
—Sí, obvio.
Sus compañeras no tardan en acercarse. Parezco mono de circo al que todos le prestan atención por ser novedad, y eso no me gusta, pero me aguanto.
No veo a Kaylee por ningún lado y eso se me hace raro. Ella es la capitana, pero no está. ¿Qué raro? Si yo fuera la novia de Andrés, no lo dejaría solo, siempre estaría con él. ¿Qué habrá pasado? ¿Se habrán peleado?
—Empiecen a calentar —ordena, y sus compañeras acatan su orden con rapidez—. No nos hemos presentado, mucho gusto, mi nombre es Vale.
—Soy Layan —estrechamos las manos.
Y entonces caigo en cuenta de que me acabo de meter en una enorme responsabilidad. No tomé en cuenta que debo tener evidencias. No puedo usar mi celular. Existe una gran posibilidad de que mi papá me rastree a través del móvil y no debo correr ningún riesgo.
—Tengo un problema con el que no contaba.
—¿Qué pasó?
—Mi teléfono se quedó sin batería. ¿Crees que puedas prestarme el tuyo?
—No, todas nuestras pertenencias se quedaron en los camerinos.
—Oh, entiendo —pongo cara de sufrimiento—. No hay problema, yo veo cómo lo resuelvo —le doy mi palabra.
Ella y su grupo empiezan a calentar. Las he observado tanto que ya me sé la coreografía que van a realizar.
En unos minutos más, el coliseo está lleno. Con la mirada busco a la odiosa de Alison y no la encuentro por ningún lado, pero no importa. Voy a disfrutar de este momento.
Tomo asiento en el borde de la cancha, justo en el área reservada solo para los deportistas y su equipo. Regreso la mirada y es increíble cómo este lugar se llenó de un momento a otro. Los cánticos retumban, banderines con los colores distintivos de los dos equipos flamean en los graderíos. La mascota del equipo de Andrés, un león, ingresa saludando a todos.
Las animadoras, impecables con sus uniformes diminutos y cabello perfecto, divinas, comienzan a hacer lo suyo, llevándose aplausos y ovaciones por parte del público. Los equipos ingresan y no solo el graderío estalla en gritos, también lo hace mi corazón, que se me quiere salir cuando lo veo llegar a la cancha con su uniforme, sus zapatos, y con la banda de capitán en el brazo.
No puedo describir la emoción que me embarga. Quisiera salir corriendo hacia él, abrazarlo y llenarlo de besos deseándole buena suerte.
Se ve tan imponente, impecable, tan lindo… Y de pronto sucede lo que me ha estado quitando el sueño por todo este tiempo: sonríe ampliamente. Me quedo sin aliento. Mis piernas tiemblan.
El partido inicia. Los jugadores corren de un lado al otro de la cancha, los zapatos chirrían con cada giro, y el balón golpea el suelo con fuerza y ritmo.
No sé mucho de básquet. Lo poco que conozco es por las clases que nos han dado en el colegio. Yo no soy tan dada al deporte, lo mío es el arte. Pero la adrenalina que se siente y se respira aquí es genial, contagiosa.
Encestan canastas tanto de un lado como del otro. Las animadoras no se cansan de alentar; ahora agitan pompones de color dorado.
Me dejo llevar por la emoción, y ya estoy saltando, aplaudiendo y gritando con mucho entusiasmo, como si conociera a todos los chicos que están en el equipo de Columbia. La gente a mi alrededor hace lo mismo.
Al llegar el descanso del tercer cuarto, Andrés se da cuenta de mi presencia. Me quedo sin aire cuando nuestras miradas se cruzan. Me dedica una sonrisa, pero de inmediato su frente se arruga. Seguro se estará preguntando qué hago yo aquí. Ian pasa por su lado y le habla al oído. Estoy segura de que se están refiriendo a mí.
—¡Chicos, vamos! —chilla el entrenador.
Me quedo tranquila, a la espera de que se reinicie el partido, mientras ellos reciben instrucciones y una rápida charla motivacional.
Al cabo del tiempo reglamentario, los chicos ocupan nuevamente la cancha, y la emoción y adrenalina vuelven a adueñarse del lugar. El marcador está empatado; cada equipo tiene 101 puntos.