Nolan
Todo está listo para la reunión con el presidente de Lemann Inmobiliaria y Asociados. Es un buen negocio. Si firmamos, seguramente seguiremos trabajando juntos. Sin embargo, no hay nada más importante que mi familia. Y ahora, con Layan en plena adolescencia, tomé una decisión.
—Todo listo. Nos vemos en Londres, entonces —dice Omar frente a mí—. Al final no es tan irracional el tipo. Pensé que no aceptaría hablar conmigo.
—Tú y yo somos lo mismo. Él lo sabe. Además, negocios son negocios, y Lemann lo tiene claro. Gracias por todo, hermano —estrechamos las manos y terminamos en un abrazo.
—No seas duro con mi muñeca, entiéndela. Y agradece que tiene buen gusto... peor sería que anduviera detrás de un tipo con belleza exótica.
—Ese es el problema: el detrás. Es una señorita linda, inteligente. No tiene por qué estar detrás de nadie. Eso es algo que no vas a entender… porque no tienes hijas.
—Y tú tienes a otra que está pisándole los talones a mi muñeca, hermano. Mis condolencias —sonríe con sarcasmo—. Te dije que las mujeres acabarían contigo.
Se ríe mientras se marcha. Yo vuelvo a mi silla, pensando en mi hija mayor. Y en la dichosa fiesta que una de sus compañeras va a ofrecer. Me recuesto en mi silla por un momento, cerrando los ojos.
Tras una breve pausa, levanto el teléfono y le pido a Kate que me actualice con los pendientes.
Me pongo a trabajar sin fijarme en el tiempo, y cuando menos lo pienso, la noche ha llegado. Le doy el último sorbo a mi café y, antes de ir a casa, paso a cenar a un restaurante. Me tomo mi tiempo. Termino mi cena y, siendo ya las nueve de la noche, decido regresar, donde nadie me espera, porque todos me hacen en Brasil.
Siento una corazonada. Una inquietud que no desaparece. Ansío encontrar a mi hija en su cama, dormida, y no escapando a algún lugar sin permiso.
Le pido al taxista que me deje unos metros antes. Quiero entrar sin que me escuchen. Camino con sigilo. Paso junto a la garita del guardia, vacía. Hugo había prometido buscar uno, pero aún nada.
La casa está a oscuras. Buena señal. Todos duermen. Mis ojos se fijan en la ventana del cuarto de Layan. También apagada.
Doy tres pasos hacia la puerta principal y me detengo.
Un ruido extraño viene del jardín. Me pego a la pared y camino en silencio bordeando la casa. El corazón me da un vuelco cuando la veo.
—Layan —susurro, sintiendo cómo un peso enorme cae sobre mis hombros. Me muevo rápido. Su actitud es sospechosa. Va a escaparse.
La observo mientras camina con prisa hacia el parqueadero. Siento la rabia y la decepción apoderarse de mí.
¡Se va a escapar! ¡No lo puedo permitir!
—¿Qué haces a estas horas aquí? —digo con voz firme, evidentemente molesto. Se queda tiesa y no me responde—. ¿Te pregunté qué haces a estas horas aquí? —repito. Voltea hacia donde estoy. Me mira como si estuviera frente a un fantasma y confirmo lo que me negaba a creer. Estaba yéndose.
—¿Papá? ¿Qué haces aquí? —pregunta nerviosa.
—¿A dónde ibas, Layan?
No responde. Se queda muda.
—Aaah. Salí a tomar aire fresco —miente.
Mi frente se frunce, desconociendo a la niña que tengo enfrente. Qué difícil, qué duro es ser padre de una adolescente, pero más duro es ver cómo mi hija, a quien le he dado mi total confianza, me miente en la cara. ¿Qué estoy haciendo mal?
—No es momento para tomar aire. Puedes pescar un resfriado. Vamos adentro —digo, conteniéndome. Sé que si la confronto ahora, me haré su enemigo y será peor.
—Sí, papi —responde, bajando la cabeza.
Entramos juntos. Ella tiembla. No lo disimula bien. Me acompaña hasta la sala y se queda de pie. Enciendo las luces y camino hacia el bar. Necesito un trago.
Sus ojos me siguen con recelo.
—¿Qué haces aquí? Todos pensábamos que estabas en Brasil —dice, aún nerviosa.
—Claro —respondo con ironía mientras busco entre las botellas.
—Incluso Hallie dijo en la cena que te extrañaba... ¿Por qué no te fuiste?
—Porque... —abro una botella de whisky y lleno el vaso en silencio.
—¿Vas a beber ahora? No eres de los que toma…
—Tú lo has dicho. No lo soy. Pero esta vez lo necesito.
—¿Te sientes bien, papi?
—No. Me siento mal. Decepcionado. Dolido.
—¿Conmigo? —su voz es temblorosa. La miro a los ojos. Esa mirada… hace tiempo no la veía. Inocente, nerviosa. Esa es mi hija. Mi princesa de chocolate.
Desvío la mirada. No quiero que me derrita. Tiene ese poder sobre mí. Me empino el vaso y lo vacío.
—Contigo. Con el mundo. Con todos —respondo, un poco exaltado. Espero que se sincere. Que diga algo.
Ella duda. Veo que quiere hablar, pero no lo hace.
—Papi… —da dos pasos hacia mí—. No quiero que estés mal por mi culpa. No me gusta verte triste.