Narrador omnisciente
La noche llegó. Erika y Layan, vestidas para la ocasión, arribaron a una mansión en Staten Island.
A Erika le brillaban los ojos; parecía cómoda. No obstante, Layan cargaba con un torbellino emocional.
Un cóctel de sentimientos la desbordaba: adrenalina por estar tan lejos de casa, haciendo lo que siempre le prohibieron, demostrando que podía, desafiando a la autoridad, pero también miedo. Su conciencia le gritaba que se fuera, que no pertenecía a ese lugar, pero no le hizo caso.
Layan levantó la cabeza, dudando si su amiga se habría equivocado de dirección, pero la actitud confiada de Erika le confirmó lo contrario.
—¿Te vas a quedar ahí? —chilló Erika, y la jaló del brazo hacia la entrada.
—¿De quién es esta casa?
Erika frunció el ceño.
—De quién es, no importa, lo que importa es lo que allá nos espera. Anda —rodó los ojos al ver a su acompañante indecisa—. No me digas que tienes miedo. Tranquila, aquí nadie nos va a localizar —la empujó casi a la fuerza.
La fiesta se celebraba en el enorme jardín de la mansión.
El corazón de Layan latía acelerado. Las piernas le temblaban, y no solo por los tacones que le quedaban grandes. Era el ambiente.
La música a todo volumen, el olor intenso a cigarro, a alcohol... Parejas besándose, bailando de forma descarada, gritando, fumando, saltando.
—¡Wow! —gritó feliz Erika, encantada con el ambiente. Se les acercó un joven que la saludó con un beso en la boca—. Esto es una fiesta de verdad —comentó ella.
—Hola, guapa. Pensé que no vendrías —dijo el chico.
—¿Cómo crees que iba a faltar? Mira, ella es Layan, la amiga de la que te hablé.
El chico se volvió hacia Layan. Ella apenas si sonrió. Él la saludó con un beso en la mejilla.
—Estás temblando. Tranquila, aquí no comemos. Si quieres te puedo presentar a un amigo.
—Déjala, es la primera vez que asiste a una fiesta de verdad.
—Tengo algo para los nervios, ¿qué tomas?
—Agua o soda está bien —respondió con inocencia, ganándose una carcajada del tipo.
—Después tomamos algo. Déjala de molestar.
—Me avisan, ahora tengo que ir a darle la bienvenida a los leones de Columbia —comentó.
Layan se sorprendió.
—¿Ellos vendrán? —preguntó, interesada.
—Sí, los invité y a última hora confirmaron. —Esa música me encanta —dijo Erika dando saltos, y se fue con el joven a la pista, dejando sola a Layan.
La señorita Collins, perturbada por lo que estaba ocurriendo en su vida, se cruzó de brazos. Observaba lo que pasaba, pero su mente estaba en la discusión con su padre.
Miró al cielo y tragó sus lágrimas… hasta que sintió que alguien le tocaba los costados con los dedos. Se sobresaltó, dio un chillido y se volteó.
—¿Qué hace una señorita decente en un lugar que no le compete?
—Qué te importa, Ian —respondió agresiva.
—No es un lugar para ti, pero ya que estás aquí… ¿Me permites invitarte algo de tomar? —dijo acercándose.
Layan retrocedió un paso.
—No, gracias.
—Ya, tranquila, no me tengas miedo —intentó acariciarle un rizo, pero ella lo esquivó. —Te ves bien vestida así —la miró de arriba abajo, haciéndola sentir incómoda—. Te ves más grande. Eres muy linda, Layan. Y si quieres...
—Vete al diablo, imbécil —gritó ella y lo empujó, abriéndose paso.
Entró a la casa, donde encontró a varias personas conversando y bebiendo. Se quedó en una esquina de la sala.
De repente, alguien a sus espaldas le dijo:
—Todo me imaginé menos encontrarte aquí.
Layan se dio vuelta, y quedó absorta al ver quién era... y con quién estaba.
—Bebé, dame un momento. Voy a saludar a mi amiga, ¿sí? —le dijo Alison al chico que la besaba. El joven se alejó diciendo que no se tardara.
—Contigo es con quien menos quiero hablar —Layan se dio vuelta.
—¿Me tienes miedo?
Layan, conteniendo su enojo, se giró de nuevo.
—No, te tengo pena —respondió con mueca—. Por cierto, ese corte de cabello no te va.
Alison se sorprendió por la respuesta. Esa ya no era la niña dulce que todo justificaba. La notó más firme, segura.
—Reconozco que me pasé con la broma, pero tú tienes la culpa.
—Mira, Alison, no estoy en mi mejor momento. No me hables. Y ya que estamos en la misma fiesta, mantente lejos de mí.
—No estás bien, ¿verdad? —preguntó, notando que Layan se encogía de hombros—. ¿Te escapaste? Tu papá nunca te daría permiso para venir a un lugar como este.
—Hablas como si conocieras a mi papá. No sabes nada. ¿O es que piensas que solo tú puedes venir a este tipo de fiestas?