Narrador Omnisciente
Las horas pasaban y los invitados se volvían cada vez más insoportables. Un tipo intentó obligar a Layan a bailar. Ella se negó y se alejó, incómoda.
—No sé qué hago aquí… Este lugar no es para mí. ¿Dónde estará Erika? —murmuró, escaneando la pista de baile sin lograr encontrarla.
Salió nuevamente al jardín. Algunos invitados se comportaban de forma extraña, como si estuvieran bajo los efectos de algo. Se asustó.
Volvió a buscarla entre la multitud, sin resultado.
—¿Por qué tan sola, mi amor? ¿Quieres bailar? —preguntó un hombre alto y fornido, con un tatuaje visible en el pecho, gracias a su camisa abierta hasta el tercer botón.
Layan sintió miedo. Tipos así solo los había visto en películas.
—No sé… —respondió, a la defensiva.
—¿Entonces a quién esperas?
—A tu abuela —soltó, harta, y se alejó rápidamente.
Sintió que alguien la seguía. Aceleró el paso, nerviosa. En una esquina, dos tipos se golpeaban y un tercero intentaba separarlos. La escena le heló la sangre.
Entró de nuevo a la casa. Vio a un mesero y le preguntó dónde estaba el baño, pero él se encogió de hombros.
—Justo ahora me vienen ganas de hacer pipí… —musitó mientras abría una a una las puertas del pasillo.
Hasta que abrió esa puerta.
Una escena la golpeó fuerte. Sintió que su mente se rompía un poco al ver lo que ocurría allí.
Todo lo que su padre le había advertido ya no parecía una exageración. Durante años, había vivido en una burbuja de protección, en un mundo donde sus padres le mostraron siempre lo mejor de las personas, de la vida, del amor.
Sintió náuseas. El sexo no la escandalizaba sus padres le habían hablado con respeto sobre ello, pero lo que vio no era amor, ni respeto. Era puro deseo sin sentido. Y lo peor, era Kaylee, entregándose sin remordimiento a un hombre que no era su novio.
«No se ama a sí misma» pensó, con el estómago revuelto.
—¡Layan! —exclamó Kaylee, al verla reflejada en el espejo.
—Me das asco. Falsa —respondió Layan, y salió corriendo. Las ganas de orinar se le fueron.
—¡Espera! —Kaylee se acomodó el vestido, se subió el panty y fue tras ella—. Por favor, detente. Layan se frenó en seco. No porque quisiera escucharla, sino porque tenía algo que decirle en la cara. —Llegaste a salvarme. Ese tipo iba a abusar de mí. Gracias… —intentó abrazarla, fingiendo vulnerabilidad. Pero Layan había visto suficiente.
—No seas cínica, Kaylee. Sé lo que vi. No estabas siendo forzada. Te vi disfrutándolo.
—Viste mal.
—No me trates como estúpida. Me das pena. Zorra. En fin, vuelve a lo tuyo, termínalo.
—Se lo vas a contar a Andrés, ¿verdad? Seguro aprovechas para metértelo por los ojos. Porque te gusta.
—Sí, me gusta. Y jamás le haría lo que tú le estás haciendo.
—Niñita estúpida —gruñó Kaylee, levantando la mano para golpearla.
Pero Layan fue más rápida. Le detuvo la mano en el aire con firmeza y, sin dudarlo, la abofeteó.
Kaylee se quedó congelada, con la mejilla ardiendo. Jamás la creyó capaz de golpearla, siempre la vio como una niña poca cosa.
—Nadie tiene derecho a ponerme la mano encima. Mucho menos tú. Sucia. Falsa —la empujó con rabia y se alejó, dejándola sola.
—Me voy. Aquí no tengo nada que hacer. Este lugar está lleno de gente rara… —dijo entre dientes. Cerró los ojos con una sola decisión. Volver a casa. —Pero no tengo un centavo, ni celular para hacer una llamada —respiró preocupada—. No importa, aunque tenga que salir y tomar un taxi en la calle, lo haré, ya mi papá pagará cuando llegue. Tengo que pedirle perdón a él y a mi mamá. Espero que me disculpen por todo —musitó con angustia y queriendo llorar.
Caminó por el largo pasillo, decidida a irse. Las imágenes de lo que vio no se iban de su cabeza.
Vio a Alison con su amigo caminar agarrados de la mano en tono muy amoroso. Se quedaron en un rincón. Alejados de la multitud. No dijo nada; entendió que estaba contenta con eso.
Siguió caminando. Cuando ya estaba por llegar a la puerta principal de la casa, alguien la detuvo, sosteniéndole de la mano.
—¿Ya te vas? —le agarró con fuerza el tipo del jardín—. Me dejaste hablando solo hace un momento.
Layan se tensó. No le gustó la mirada de aquel hombre.
—¡Me sueltas!
—Pero no te vayas —metió las manos en uno de sus bolsillos y le ofreció un pequeño papel blanco.
—Eso es… —dijo ella, imaginándose bien lo que era.
—Un pase directo al cielo, mi amor. Solo para que te relajes y disfrutes de esta fiesta, muñequita.
Se puso nerviosa, se tensó.
—Gracias, pero no —se dio vuelta, dispuesta a irse. La música seguía en todo lo alto; cada quien vivía en su mundo, bailando, dando brincos, cometiendo actos obscenos, como si estuvieran en completa privacidad.