Layan
Ver a mi padre tendido en el piso, lleno de sangre, me mata. Tiene los ojos abiertos.
—Papi… papito, no cierres los ojos, no los cierres, papito —le agarro el rostro y le suplico que no me deje.
—¿Qué pasó? —chilla mi tío.
—¡Arquitecto! —grita Andrés.
—Nolan, Nolan, hermano… Ey, mírame. ¡Llama una ambulancia! —le grita a Andrés. La cara de sufrimiento que tiene no me gusta. Me aferro a mi papá y no dejo de llorar.
La gente que aun está cuerda empieza a acercarse; nos miran con terror. Veo que llega Iam. Se horroriza y luego ve a su hermana, que también está aterrada como yo.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué te pasó? —lo oigo a lo lejos. Me desentiendo de ellos cuando llegan unos paramédicos.
—Con cuidado —ordeno cuando lo ponen en una camilla.
Al ver mi estado, mi tío me abraza y me pide que sea fuerte. Me subo a la ambulancia para acompañar a mi papá; los paramédicos no me ponen problema por ser menor de edad. Pierdo la noción de lo que sucede con el resto.
Llegamos al hospital más cercano. Los paramédicos corren arrastrando la camilla y yo voy a su lado, pidiéndole que no me deje. El personal médico les hace preguntas rápidas; ellos responden, pero no entiendo lo que dicen.
—No me dejes, papito… —Se abren unas puertas y lo meten a un área donde no me dejan entrar.
—Lo siento, no puedes pasar. Hasta aquí llegas.
—Es mi papá.
—Pero no puedes pasar. Te sugiero que esperes. Voy a enviar a una enfermera para que te revise también —me dice, seguramente al verme con la ropa llena de sangre.
Al poco tiempo llegan mi tío y Andrés.
—¿Ya lo están atendiendo? —pregunta mi tío Omar.
—Sí —apenas puedo abrir la boca. Tengo todo el cuerpo tieso y me duele—. Lo metieron allá —señalo.
Mi tío camina hacia mí y me abraza. Cierro los ojos; sentirlo cerca me hace bien.
—Tengo miedo, tío. No quiero que a mi papá le pase nada malo. Si se muere, nunca me lo voy a perdonar… y me muero con él.
Me aparta y me toma la cara con las dos manos, obligándome a mirarlo. Me limpia las lágrimas.
—Aquí nadie se va a morir. Ni tu papá, mucho menos tú.
—Por mi culpa, por tonta, por creerme lo que no soy… Soy una mala hija, merezco lo peor —musito, completamente convencida de mis palabras. El dolor y el miedo me sobrepasan.
—Ey, no —interrumpe Andrés—. No hables así, lo que pasó no fue tu culpa.
—Sí lo es. Porque si hubiese estado en mi casa, donde mi papá me dejó, esto no habría pasado —contesto, rompiendo en llanto nuevamente.
—Bonita —sin darme cuenta, cambio de los brazos de mi tío a los de Andrés—. Mírame: no tienes la culpa de lo que pasó. Te equivocaste, pero no eres mala. ¿Entiendes?
—No quiero que mi papito se muera… No quiero.
—Eso no pasará. No llores más —expresa, acunándome contra su pecho.
Segundos después llega una enfermera. Mi tío me dice que debo acompañarla. Me niego; no quiero moverme de esta sala. Les explico que estoy bien, que la sangre en mi ropa es de papá. Me creen, pero la mujer de blanco regresa con una pastilla, dice que es para que me calme.
Mi tío Omar se aleja de nosotros; me dice que va a llamar a mamá para darle la noticia y pedirle que venga. Un escalofrío me recorre al imaginar su cara cuando sepa lo que le pasó a papá. He sido injusta, sobre todo con ella. No me alcanzará la vida para pedirle perdón.
Andrés está sentado a mi lado, pendiente de mí todo el tiempo.
—Tengo miedo —digo después de un tiempo en silencio.
—Solo debes confiar. En Dios… o en lo que creas.
—En Dios —respondo rápido—. Hace once años, con la ayuda de Nancy, mi nana, le pedí que no se lo llevara.
—¿Qué pasó hace once años? —pregunta con interés.
Con la mirada fija en el techo, recuerdo y empiezo a hablar:
—Mi papá sufrió un accidente de auto y estuvo en coma. Yo no lo sabía; me enteré por casualidad. Me llevaron a casa de mi abuela y ahí me trataban mal. Estábamos en Londres. Mi tío no sabía nada. Había una empleada que, al verme sola, me golpeaba y trataba mal, a mí y a mi perro. Aquella vez sentí mucho miedo… pero no como el de ahora.
Aprieta mis manos. Voy a seguir hablando, pero los gritos despavoridos de mamá me ponen de pie al instante.
—Mi amor… Layan, ¿estás bien? —pregunta asustada, examinando mi ropa como buscando alguna herida.
—Estoy bien, mami —la miro a los ojos y las lágrimas me salen solas. Veo por encima de su hombro a mi tío y a mi tía Cristina—. Perdóname, perdóname —repito, aferrándome a ella.
—¿Cómo está tu papá? Dime que está bien —dice con la voz rota.
—Todavía no han salido a decirnos nada —responde mi tío por mí. Mamá lo mira confundida.
—¿Qué fue lo que pasó? —chilla angustiada—. Salió contigo bien. No entiendo.