Layan
Cierro los ojos y una sonrisa enorme se dibuja en mis labios.
—Gracias, Señor Dios. Gracias… aunque no lo merezca, gracias.
Mamá me abraza con fuerza y me besa en la frente.
—Está bien, mi amor, está bien —me susurra, dándome ánimo muy emocionada.
—En un momento lo podrán ver —habla el doctor con un tono que da calma.
—¿Y cuándo podremos llevarlo a casa? —pregunta mi tío Omar.
—No creo que sea pronto —responde el doctor.
Esperamos, y mientras eso ocurre presenciamos el drama que desconocidos viven.
Minutos después, mamá entra primero a verlo, lo cual me parece lo más justo. Yo… no sé si podré mirarlo a la cara. Me invade la vergüenza y el miedo. El resto nos quedamos en la sala de espera viendo como van y vienen enfermeras, pacientes.
Andrés se acerca y me pregunta si ya estoy más tranquila. Lo miro, y recién en ese instante noto los moretones en su rostro. Es como si mi mente, de golpe, se colocara en la realidad. Con suavidad, le toco la cara.
—¿Te duele? —pregunto con gesto de dolor.
—Un poco.
—Gracias… por salvarme, por segunda vez —le digo mirándolo a los ojos. Entonces recuerdo lo que vi en aquel baño y el asco me invade otra vez.
—Siempre que pueda, estaré para ti —sonríe y me toma de la mano. Escuchamos a mi tío carraspear y Andrés la suelta enseguida. —Voy a ver cómo está Iam —dice, poniéndose de pie y marchándose.
Levanto la mirada hacia mi tío. No me dice nada, pero no hace falta. Camino hacia él y me disculpo otra vez. Me abraza y me repite que todo está bien, aunque espera que haya aprendido la lección. Mi tía Cristina primero me regaña, luego me da palabras motivadoras.
Pasados unos minutos, mamá regresa. Tiene los ojos llorosos, pero una sonrisa enorme.
—Quiere verte, Layan —anuncia. Siento un nudo en el estómago y mis manos se cierran en puños sin querer. —Ve tranquila, mi amor, quiere verte con sus propios ojos.
Asiento nerviosa, con la cabeza baja y mordiéndome el labio inferior. Mamá me indica el piso y habitación. Con el corazón acelerado y los nervios jugando conmigo, camino hasta allí.
Habitación 37, leo en la puerta entreabierta. Antes de entrar, abro y cierro las manos, inhalo y exhalo buscando calma. Me armo de valor y entro.
Verlo en esa cama, conectado a aparatos, me duele tanto que los ojos se me llenan de lágrimas.
—Entra, Layan —ordena él, y obedezco. Avanzo unos pasos y me detengo cerca de la cama—. Mi amor, acércate, quiero verte. No puedo moverme mucho —dice, y claro, si lo acaban de operar.
Me acerco despacio. Verlo así, en esa cama, por mi culpa… me destroza. Las lágrimas caen solas.
—Papito… —susurro sintiéndome la persona más miserable y egoísta del planeta.
—Mi amor, no llores. No me gusta verte llorar. Ven —extiende la mano que tiene libre de mangueritas—. Estás bien, no te pasó nada.
Asiento con la cabeza y me seco las lágrimas.
—Sí, papi. Estoy bien… un poco asustada, porque tuve miedo, mucho miedo de perderte. Y… —me mira la ropa—, esta sangre es tuya, no vayas a pensar que es mía. A mí no me pasó nada. Estoy bien.
—Qué bueno, mi amor, porque si te pasara algo yo me muero.
—Papi, perdóname… no merezco que me ames tanto. Por mi culpa casi te matan.
—No digas eso. Como padre, mi deber es protegerte. Por eso fui a buscarte. También tuve miedo… miedo de que te lastimaran.
—No volverá a pasar, te lo prometo. No quiero otro susto así, no me lo perdonaría.
—Ya no llores, mi cielo —aprieta mi mano—. ¿Cómo está Alison?
—No lo sé, la estaban atendiendo, pero no la he visto.
Asiente.
Una enfermera entra y me pide que salga porque el paciente debe descansar.
—Sí, ya me voy —respondo—. Te amo, papi.
—Yo más mi niña —sonríe y le devuelvo el gesto. Camino hacia la puerta—. Layan —dice y volteo—. Eres mi cielo, mi cielo —concluye.
En ese instante, en cuestión de segundos, mi mente me traslada al pasado, cuando solo éramos los dos, cuando solo pasaba en sus brazos porque a mi gustaba que me cargara y a él le gustaba hacerlo. Hacía mucho que ninguno de los dos decía esa frase.
—También eres mi cielo —le respondo, y como la Layan de cuatro años que fui, le lanzo un beso. Solo entonces me siento en paz.
Salgo tranquila. El miedo se transforma en certeza, en una sola y poderosa verdad: soy afortunada de tener a mis padres y pertenecer a esta familia.
Después de salir de la habitación donde está papá, mi madre me recibe en la sala de espera y me hace preguntas que respondo con calma. Mi tío nos dice que debemos ir a casa a descansar. Al principio me niego, pero cuando mamá acepta, también lo hago.
—¿Puedo ir a ver a Alison antes? —pido permiso.
—Ve, pero no tardes. Tus hermanos deben estar muy preocupados.