El aire de la tarde olía a tierra húmeda y a las primeras fragancias de las uvas que maduraban. Luz Pimentel, impulsada por una necesidad de escapar de las paredes de su hacienda y de las conversaciones sombrías de sus padres, cabalgaba hacia el límite del valle. Su destino: un pequeño y olvidado mirador desde donde se podía observar tanto las tierras de los Pimentel como, a lo lejos, las de los Castro. Era su refugio, el lugar donde podía dar rienda suelta a sus sueños de diseñadora, imaginando las telas que teñirían el mundo con sus creaciones.
Llevaba consigo un cuaderno de bocetos desgastado y un lápiz, la esencia misma de su alma. Mientras su caballo, Sultán, la llevaba con paso seguro, sus ojos captaban los detalles del paisaje: el contraste de los verdes oscuros de los viñedos Pimentel con los tonos más rojizos de las tierras de los Castro, una división natural que reflejaba la división artificial entre sus familias.
Acostumbraba a llegar al mirador por un sendero menos transitado, uno que serpenteaba entre las colinas y la vegetación más densa. Ese día, sin embargo, un pequeño desprendimiento de rocas había bloqueado parcialmente el camino. Desmontó con agilidad, decidida a sortear el obstáculo a pie, tirando de las riendas de Sultán.
Fue en ese preciso instante, mientras luchaba por apartar una roca de tamaño considerable, que escuchó el sonido de un motor. Un sonido que no pertenecía a ese rincón apartado del valle. Se enderezó, el corazón latiéndole con fuerza. Era poco común ver vehículos tan cerca de la frontera, y menos aún en ese sendero.
De pronto, un jeep emergió de entre la maleza, deteniéndose bruscamente a pocos metros de ella. La figura del conductor, un joven de unos veintitantos, con el pelo oscuro revuelto por el viento y una mirada intensa, la dejó sin aliento. Vestía de forma casual pero elegante, y la forma en que se movía transmitía una seguridad tranquila, pero a la vez, una fuerza latente.
Era Mateo Castro.
Mateo, de regreso a casa tras finalizar sus estudios de derecho en la capital, había decidido explorar los alrededores, buscando reencontrarse con la tierra que lo había visto crecer. Había elegido ese sendero por su conocida tranquilidad, pero el bloqueo de rocas lo había sorprendido. Al ver a la joven luchando con la roca, detuvo su vehículo, intrigado. Nunca la había visto antes. Era hermosa, con una vitalidad que irradiaba desde su interior, y la forma en que sus ojos brillaban con determinación, incluso en esa pequeña batalla, lo cautivó al instante.
Luz, al ver a Mateo, sintió una oleada de alerta y un reconocimiento instintivo. Pertenecía a la familia rival. Se tensó, su mano buscando instintivamente el lápiz que llevaba en el bolsillo de su blusa.
–¿Necesitas ayuda?– , preguntó Mateo, su voz profunda y resonante, desprovista de la frialdad que ella esperaba. Había una genuina preocupación en su tono.
Luz dudó. La lógica y la prudencia le decían que huyera, que no interactuara con un Castro. Pero algo en la mirada de Mateo, en su forma de hablar, la detuvo.
–No– , respondió ella, intentando mantener la voz firme. –Puedo hacerlo sola–
Mateo descendió del jeep, moviéndose con una gracia natural. –No parece que puedas sola. Permíteme– Sin esperar respuesta, se acercó a la roca y, con una fuerza sorprendente, la movió a un lado, despejando el camino.
Luz lo observó, atónita. –Gracias– murmuró, sintiendo una mezcla de gratitud y turbación.
Mateo se volvió hacia ella, y sus ojos se encontraron. En ese instante, algo cambió. El aire pareció cargarse de una electricidad invisible. Mateo se sintió atraído por la vivacidad de Luz, por la intensidad de sus ojos. Y Luz, por su parte, se sintió hipnotizada por la calidez de la mirada de Mateo, por la sinceridad que veía en él, tan diferente de la frialdad que a menudo percibía en los hombres de su propio círculo.
–Nunca te había visto por aquí– dijo Mateo, rompiendo el silencio cargado. –Soy Mateo Castro–
Luz tragó saliva. El nombre resonó en su cabeza, una sirena de peligro. –Luz Pimentel– respondió, sintiendo cómo su voz apenas era un susurro.
El nombre de Mateo se congeló en sus labios al escuchar el apellido. Pimentel. La familia con la que su padre estaba en guerra. La ironía de la situación, el hecho de que acabara de ayudar a alguien de la familia enemiga, lo golpeó con fuerza. Pero, en lugar de la ira esperada, sintió una punzada de algo más profundo, una fascinación irresistible por la joven frente a él.
–Pimentel...– repitió Mateo, más para sí mismo que para ella. Miró a su alrededor, a las tierras que parecían marcar la frontera, y luego volvió a posar su mirada en Luz. –Me temía que pudiera haber problemas si nuestros caminos se cruzaban–
–Los hay, siempre los hay– , replicó Luz, su tono cargado de la amargura de su realidad. –Mis padres y tu padre… no se soportan. Y nosotros, parece, tampoco deberíamos–
Mateo se acercó un paso más, rompiendo la mínima distancia que los separaba. –No estoy seguro de estar de acuerdo con eso. La verdad, señorita Pimentel, es que me ha causado una impresión… inesperada–
Luz sintió un rubor subir por sus mejillas. Las palabras de Mateo eran audaces, directas, y la desarmaban por completo. La chispa que había nacido en sus miradas se avivaba, transformándose en algo más intenso, algo prohibido y emocionante a la vez.
–No deberíamos estar hablando– dijo Luz, con el corazón latiéndole desbocado. –Esto es… peligroso–
–Quizás– concedió Mateo, su mirada profunda fija en la suya. –Pero también… irresistible. Permítame que al menos la acompañe hasta el mirador. El camino ha quedado despejado, pero la tarde se acerca–
Luz lo miró, debatiéndose entre la prudencia y una fuerza interior que la impulsaba a aceptar. Algo en Mateo la atraía, una honestidad y una pasión que resonaban con su propia alma inquieta. Se dio cuenta de que, a pesar de la enemistad de sus familias, en ese instante, solo existían ellos dos, un hombre y una mujer al borde de un precipicio, a punto de caer.