El mirador, antes un refugio solitario para los sueños de Luz, se transformó en el epicentro de una nueva realidad, un lugar donde la tierra y el cielo parecían conspirar para unir dos almas destinadas a la separación. Las conversaciones con Mateo fluyeron con una naturalidad desconcertante, sorteando las barreras invisibles que sus apellidos erigían. Hablaban de todo y de nada: de sus sueños, de sus miedos, de las presiones familiares. Mateo, con la elocuencia que le había otorgado su formación legal, pero con una sinceridad que desarmaba, le contaba sobre su deseo de reformar las leyes, de luchar por la justicia. Luz, a su vez, le hablaba con pasión de las texturas de la seda, de los cortes que buscaban la libertad del cuerpo, de su anhelo por crear un nombre propio en el mundo de la moda.
Cada encuentro era una adicción, un escape de la realidad que los rodeaba. Las tardes se extendían, las conversaciones se profundizaban, y la atracción inicial se transformaba, inevitablemente, en algo más poderoso, más complejo: un amor sincero y desbordante. Mateo admiraba la fuerza de carácter de Luz, su inteligencia vivaz y su espíritu indomable. Y Luz se sentía cautivada por la bondad de Mateo, por su idealismo y la forma en que la veía, no como una Pimentel, sino como Luz, una mujer con sueños propios.
Una tarde, mientras el sol teñía el cielo de naranjas y púrpuras, se encontraron en el mirador. El silencio se cernía entre ellos, cargado de la tensión acumulada de semanas de encuentros furtivos. Mateo tomó la mano de Luz, sus dedos entrelazándose con una familiaridad que ya se sentía natural.
–Luz...– comenzó Mateo, su voz grave. –No puedo seguir con esto fingiendo que no siento nada. Cada vez que te veo, cada vez que hablamos… me siento atraído por ti de una manera que nunca imaginé. Eres… eres todo lo que mi vida ha necesitado, aunque no lo supiera–
Luz sintió que su corazón latía desbocado contra sus costillas. Las palabras de Mateo eran un reflejo de sus propios sentimientos, un torbellino de emociones que la abrumaban y la llenaban de una felicidad electrizante. Miró a Mateo, a sus ojos profundos que la sostenían con una intensidad que la hacía sentir la única mujer en el mundo.
–Mateo...– , susurró ella, incapaz de articular mucho más.
Él se inclinó lentamente, sus ojos nunca dejando los de ella, como buscando una confirmación, una respuesta tácita a la pregunta que flotaba en el aire. Luz, sintiendo una oleada de coraje y la irresistible fuerza de su amor naciente, cerró los ojos y se entregó al momento.
Sus labios se encontraron en un beso que era a la vez tierno y apasionado, un sellado de su destino, una rebelión silenciosa contra las barreras impuestas por sus familias. El sabor de Mateo era nuevo, embriagador, y el beso se prolongó, profundizándose con cada segundo, una explosión de sentimientos que los consumió por completo. En ese beso, la rivalidad ancestral se desvaneció, y solo existió la pureza de un amor que desafiaba toda lógica.
Cuando finalmente se separaron, sus frentes unidas, la respiración agitada, el mundo a su alrededor parecía haber cambiado para siempre.
–Te amo, Luz– , dijo Mateo, su voz ronca por la emoción.
–Y yo a ti, Mateo– , respondió ella, sintiendo que esas palabras, dichas en ese lugar, en ese momento, eran la verdad más pura que jamás había pronunciado.
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De regreso a la hacienda Pimentel, Luz se sentía embriagada por la felicidad, pero también atormentada por la enormidad de lo que acababa de suceder. El amor que sentía por Mateo era innegable, pero sabía que las consecuencias de esa relación serían devastadoras.
Esa noche, mientras su madre y su padre discutían acaloradamente en el estudio sobre la última disputa territorial con los Castro, Luz se refugió en la habitación de su hermana Eurice. Eurice, con su hija Paula durmiendo en una cuna cercana, la recibió con una mirada cansada pero comprensiva.
–¿Qué te pasa, Luz?– , preguntó Eurice, notando la palidez y el brillo inusual en los ojos de su hermana. –¿Vienes de tu paseo?–
Luz se sentó al borde de la cama, respirando hondo. –Eurice, no sé cómo decirte esto. Ha pasado algo… algo que va a cambiarlo todo–
Eurice la miró con creciente preocupación. –Habla, Luz. ¿Qué ha sucedido?–
Y entonces, Luz, con la voz temblorosa pero decidida, le confesó todo. Le habló de Mateo Castro, de su primer encuentro, de las conversaciones secretas, y finalmente, del beso que había sellado su amor. Le describió la intensidad de sus sentimientos, la conexión que sentía con él, la esperanza que le había dado.
Eurice la escuchaba con incredulidad, sus ojos abiertos por la sorpresa y el temor. –¡Luz! ¿Estás loca? ¡Es un Castro! Nuestro enemigo. ¿Sabes lo que pasará si tu padre se entera? ¡Te desheredará! ¡Nos destrozará a todos!–
–Lo sé, Eurice, lo sé– , respondió Luz, las lágrimas comenzando a brotar. –Pero no puedo evitarlo. Lo amo. Y él me ama. Nunca me había sentido así. Siento que él es el único que me entiende, el único que ve más allá de ser una Pimentel–
Mientras las hermanas hablaban, sumidas en la confidencialidad de su habitación, Katia, la madre de Luz, pasaba por el pasillo. El eco de las voces de sus hijas llegó hasta ella. Intrigada por el tono de urgencia y secreto en la conversación, se detuvo frente a la puerta, que no estaba completamente cerrada. Lo que escuchó a continuación la dejó helada. El nombre de Mateo Castro, el apellido de su archienemigo, resonó en sus oídos, seguido por las palabras "te amo" y "nos vemos en el mirador".
Katia, siempre atenta a las intrigas y a la preservación del honor familiar, sintió una mezcla de horror y furia. La idea de que su hija, su luz, estuviera involucrada con un Castro era una traición imperdonable. Sus ojos se nublaron de una ira fría y calculadora. Salió del pasillo sin hacer ruido, su mente ya trazando un plan, alimentada por la desconfianza y la ambición de mantener el poder de los Pimentel.