El peso del secreto se había vuelto insoportable para Luz. La alegría inicial de su amor por Mateo se veía empañada por la sombra de la desconfianza que sentía provenir de su madre, y la certeza de que su padre jamás aceptaría tal unión.
Una mañana, mientras desayunaban en el comedor de la hacienda Pimentel, Katia lanzó una mirada penetrante a Luz. –He estado observando tus ausencias, hija– , dijo, su voz tensa, pero con un control férreo. –Y las conversaciones furtivas con tu hermana no me han pasado desapercibidas. Sé lo que está pasando–
Luz sintió un escalofrío recorrer su espalda. El color abandonó su rostro. Eurice, a su lado, intentó disimular su nerviosismo, pero la mirada de su madre era implacable.
–Madre, yo...– , comenzó Luz, tratando de encontrar las palabras adecuadas. –No es lo que piensas. Mateo... él es diferente–
–¿Diferente?– repitió Katia, su voz elevándose con indignación. –¡Es un Castro, Luz! El hijo de nuestro peor enemigo. ¿Te has vuelto loca? ¿Crees que puedes simplemente ignorar años de odio y agravios por un capricho adolescente?–
–No es un capricho, madre. Lo amo– respondió Luz, su voz firme a pesar del temblor de sus rodillas. –Y él me ama a mí. Mateo no es como su padre. Él tiene… él tiene ideales. Quiere un mundo diferente–
–¡Tonterías!– , espetó Katia. –Los ideales no pagan las deudas ni defienden la tierra. Los Castro son lobos, y tú, mi hija, te has enamorado de uno de ellos. Esto es una traición a nuestra familia, a tu padre, a tu apellido–
Las palabras de Katia resonaron con fuerza, escalando en volumen. En el estudio contiguo, Antonio Pimentel, absorto en la revisión de unos documentos cruciales, detuvo su lectura. El tono de voz de su esposa y la desesperación en la de su hija eran inconfundibles. Se levantó de su asiento, su rostro endurecido por la sospecha, y se dirigió hacia el comedor.
Al llegar, encontró a Katia al borde de las lágrimas de furia, y a Luz, pálida y temblorosa, pero con una chispa de desafío en sus ojos.
–¿Qué está pasando aquí?– , preguntó Antonio, su voz grave resonando en el silencio tenso.
Katia se giró hacia él, sus ojos brillando con indignación. –Antonio, nuestra hija... nuestra hija está enamorada de un Castro. ¡De Mateo Castro!–
El mundo de Antonio Pimentel se detuvo por un instante. El rostro se le ensombreció, una furia helada apoderándose de él. Miró a Luz, una mezcla de decepción y rabia reflejada en su mirada.
–Luz– dijo Antonio, su voz peligrosamente calmada. –Explícate–
Luz, sintiendo que su mundo se derrumbaba a su alrededor, reunió el poco coraje que le quedaba. –Padre, yo amo a Mateo. Él no es nuestro enemigo. Él…–
–¡Basta!– , rugió Antonio, su voz estallando como un trueno. –No quiero escuchar una palabra más de justificación. Esto es una humillación para nuestra familia. ¡Una traición! Te he prohibido cualquier tipo de contacto con los Castro–
–Pero, padre, no puedo...– suplicó Luz.
–¡Me obedecerás!– , la interrumpió Antonio, su mirada fulminante. –Desde este momento, no saldrás de tu habitación hasta que cambies de opinión. Y no te diré por cuánto tiempo. ¡No permitiré que esta vergüenza manche el nombre de los Pimentel!–
Antonio se dio la vuelta bruscamente y se dirigió hacia el estudio, dejando a Luz sola, devastada, en medio de la confrontación. Katia la miró con una mezcla de desprecio y lástima, mientras Eurice la abrazaba con desesperación.
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En la hacienda Castro, la noticia de Mateo había caído como una bomba. Gezael, con la lealtad ciega que siempre había mostrado hacia su padre, había acudido a Raymundo la noche anterior, con los ojos brillantes de indignación.
–Padre, tengo algo importante que informarle– , había dicho Gezael, su voz tensa. –He estado observando a Mateo. Y anoche lo seguí hasta el límite del valle. Estaba con… con una Pimentel!–
Raymundo Castro, al escuchar la noticia, quedó inmóvil por un instante. La idea de su hijo, su futuro heredero legal, involucrado con una Pimentel, era un insulto, una afrenta a todo lo que él representaba. La enemistad era profunda, arraigada en décadas de conflicto.
–¿Una Pimentel?– repitió Raymundo, su voz baja y peligrosa. –¿Con quién exactamente?–
–Con Luz Pimentel, padre. La hija menor. La vi. Estaban… muy unidos–
Raymundo se levantó de su silla, la furia burbujeando en su interior. –Mi hijo. El que debería estar preparándose para defender nuestros intereses, involucrado con la hija de nuestro enemigo. Esto no puede quedar así–
Esa misma mañana, Raymundo convocó a Mateo a su despacho. Mateo entró con una expresión de ligera inquietud, pero sin sospechar la magnitud de lo que estaba por suceder.
–Mateo– comenzó Raymundo, su tono gélido. –He oído rumores. Rumores de que has estado frecuentando el límite del valle. Y, según mi informante, has estado viendo a alguien de la familia Pimentel–
Mateo sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. La lealtad hacia su familia luchaba contra el amor que sentía por Luz. Intentó mantener la calma. –Padre, yo… he estado explorando algunas áreas. Necesitaba espacio–
–¿Espacio?– , rugió Raymundo, golpeando el escritorio con el puño. –¡El único espacio que deberías estar explorando es el de la ley y la defensa de los intereses de los Castro! ¿O es que acaso te has olvidado de quién eres? ¿De quién te ha dado todo? ¿De la enemistad que hay entre nuestras familias?–
–Padre, no es tan simple– , intentó argumentar Mateo. –La situación es más compleja de lo que parece–
–¡No hay complejidad alguna!– , le interrumpió Raymundo, su rostro enrojecido por la ira. –Hay lealtad y hay traición. Y tú, mi hijo, pareces estar inclinándote peligrosamente hacia la segunda. Te prohíbo, bajo pena de desheredarte, cualquier tipo de contacto con esa mujer. ¡Y más te vale que tu lealtad esté con tu familia, Mateo! Porque si no lo está, te aseguro que te arrepentirás de haber nacido–