Luz, con el velo cubriendo su rostro como un sudario de incertidumbre, caminaba hacia el altar, el corazón latiendo al compás de cada paso. La mano de su padre, Antonio, firme pero temblorosa, era el único ancla en la vorágine de emociones que la envolvía. A su lado, Mateo la esperaba, su mirada fija en ella, una ventana abierta a la devoción pura y al amor que había desafiado todas las convenciones.
El sacerdote, con una solemnidad que ahora parecía macabra, iniciaba las palabras que debían sellar sus destinos. —Amados hermanos en Cristo, hoy nos hemos reunido...—
Fue entonces cuando el primer disparo rompió el encanto. Un estallido seco, violento, que resonó en las paredes de piedra de la ermita como un augurio funesto. El grito de Mateo, un gemido sordo que se apagó casi al instante, fue la señal del horror. Su cuerpo se sacudió, y luego, con una lentitud aterradora, se desplomó sobre las alfombras ceremoniales. La rosa roja que había ofrecido a Luz, un símbolo de su amor, ahora era una mancha carmesí sobre su pecho.
El pánico se desató. El murmullo de los invitados se convirtió en gritos de terror y confusión. Las damas de honor se llevaron las manos a la boca, los caballeros se levantaron instintivamente, buscando la fuente del ataque.
—¡Mateo!— El grito de Luz fue un alarido desgarrador que heló la sangre. Se arrodilló a su lado, ajena a todo, a las miradas, a los gritos, solo a la figura inerte de su amado. La sangre manchaba sus manos, su vestido, su alma.
Gezael, cuya impasibilidad de acero se resquebrajó por un instante, se abalanzó sobre su hermano. Sus manos, acostumbradas a firmar contratos y cerrar tratos, ahora intentaban desesperadamente detener la hemorragia. —¡Mateo! ¡Habla conmigo, hermano!— Su voz, usualmente fría y controlada, ahora estaba teñida de una urgencia desesperada. Vio el impacto, la herida, y la palidez que se extendía por el rostro de Mateo.
Don Raymundo, su rostro endurecido por la furia, levantó la vista hacia el campanario, donde un movimiento fugaz había delatado la presencia del tirador. Sus ojos, envueltos en una rabia ciega, recorrieron la escena. Vio a su hijo en el suelo, y la imagen de Antonio Pimentel, observando la escena con una expresión indescifrable, se convirtió en el blanco de su ira.
—¡Tú! ¡Pimentel!— rugió Raymundo, su voz ronca de ira. Sacó el arma que llevaba oculta bajo su chaqueta, un gesto instintivo, una respuesta brutal a la brutalidad que había presenciado. Sin mediar palabra, apuntó y disparó. Uno, dos, tres, cuatro veces. Antonio Pimentel se tambaleó, su mano aferrándose al pecho, y cayó pesadamente al suelo, su mirada fija en el vacío.
Pero la tragedia no había terminado. En el mismo instante en que la vida de Antonio se extinguía, otro disparo, más certero, resonó desde el campanario. El peón de Katia, un hombre cuya lealtad se compraba con dinero y promesas, cumplió su macabra misión. El disparo impactó a Don Raymundo en el pecho. El patriarca Castro tropezó hacia atrás, su rostro transformándose de furia a incredulidad, y luego a la nada. Cayó junto a su enemigo, en un macabro abrazo de muerte.
El caos alcanzó su punto álgido. Los invitados, aterrorizados, se dispersaron, algunos tratando de ayudar, otros huyendo para salvar sus vidas. En medio de la masacre, Katia, con una expresión que oscilaba entre el shock y una resolución escalofriante, agarró a Luz por el brazo.
—¡Luz! ¡Levántate! ¡Vámonos de aquí!— Katia tiraba de ella con una fuerza inusitada.
—¡No! ¡Mateo!— sollozaba Luz, aferrándose al cuerpo inerte de su amado. —¡No puedo dejarlo!—
—¡Luz, por el amor de Dios! ¡Ya no hay nada que hacer aquí! ¡Nos matarán a todas si nos quedamos!— La voz de Katia era un susurro urgente, casi un mandato. Vio la devastación en el rostro de su hija, pero la pragmática del horror la impulsaba. Empujó suavemente a Luz, obligándola a levantarse, y la guió hacia una salida lateral, lejos del epicentro de la masacre.
Mientras tanto, Eurice, con Paula aferrada a ella como un pequeño koala asustado, observaba la escena con los ojos desorbitados. El horror la paralizó por un instante, pero el instinto de supervivencia se impuso. No podía quedarse allí, expuesta a la violencia. Agarró a su hija con más fuerza, dio media vuelta y corrió. Sus pasos resonaban en el silencio que comenzaba a apoderarse de la ermita, un sonido de huida desesperada.
Gezael, tras un instante de shock, vio a Eurice escapar. El impulso de ayudar a su hermano se vio momentáneamente eclipsado por una nueva urgencia. ¿Por qué huía? ¿Tenía algo que ver con esto? Algo en la forma en que se movía, en la desesperación de su escape, despertó en él una curiosidad retorcida, una necesidad de saber. El hombre que había considerado a su hermano débil, ahora sentía una extraña responsabilidad, un impulso que iba más allá de la simple venganza. —¡Espera!— gritó, su voz resonando en la desolación, y se lanzó tras ella, adentrándose en la penumbra del bosque, una sombra persiguiendo a otra...