Lazos de Ambición

Capítulo 8

El horror de la ermita se había esparcido como un virus, obligando a los pocos supervivientes a tomar decisiones desesperadas bajo la implacable presión del miedo. Eurice, con su pequeña hija Paula aferrada a su pecho, corría por los terrenos de la hacienda Pimentel, su corazón latiendo desbocado no solo por el terror de lo que había presenciado, sino por la urgencia de proteger la inocencia de su hija.

Mientras se adentraba en los cobertizos de las caballerizas, donde el olor a heno y cuero se mezclaba con el miedo, divisó un camión de reparto, aparcado a medio cargar. La desesperación la impulsó a la acción. Con movimientos febriles, abrió uno de los cajones de madera que se apilaban en la parte trasera, un espacio oscuro y oliente a aceite y metal.

Paula, mi amor— le dijo a su hija, su voz temblando, intentando infundir una calma que no sentía. —Mi vida, tienes que esconderte aquí por un momento. Tienes que ser muy valiente y muy callada. Mamá volverá por ti, ¿me lo prometes?—

La niña, con los ojos desorbitados y aferrada a su peluche, solo pudo asentir con un pequeño sollozo. Con un nudo en la garganta, Eurice depositó a Paula en el interior del cajón, cerrándolo con cuidado, pero sin asegurarlo del todo, para que pudiera respirar. Un último beso en la madera y salió, la imagen de la pequeña desapareciendo en la oscuridad grabada a fuego en su memoria. Su plan era volverse a esconder, esperar a que el peligro pasara y luego recuperar a su hija.

🎀

Mientras tanto, Katia, con una frialdad que helaba la sangre, había logrado sacar a Luz del escenario del horror. La joven estaba catatónica, sus ojos fijos en un punto invisible, su vestido de novia manchado de sangre, su espíritu destrozado. Katia la arrastró hacia el coche familiar, una mezcla de rabia contenida y una determinación férrea marcando cada uno de sus movimientos.

—Luz, escúchame— la voz de Katia era cortante, desprovista de la dulzura que usualmente empleaba. Abrió el maletero del vehículo y sacó un pequeño pero abultado maletín. —Tienes que irte. Ahora mismo. No puedes quedarte aquí. Lo que ha pasado... es demasiado peligroso. Te han visto. Tu padre... tu Mateo... ya no están—

Luz se revolvió, su mirada finalmente enfocándose en su madre, una mirada perdida y desesperada. —¡No! ¡Mateo! ¡Tengo que ir por Mateo! ¡Tengo que saber si está bien!—

—¡No hay nada que hacer por Mateo, Luz!— Katia la agarró por los hombros, sacudiéndola con fuerza. —Tu padre... él ha muerto. Y Don Raymundo también. Esto se ha convertido en una guerra. Si te quedas, te matarán. Tu padre no querría eso. Ni Mateo. Ellos querrían que sobrevivieras—

Lágrimas amargas corrían por las mejillas de Luz, ahogando cualquier atisbo de resistencia. Las palabras de su madre, aunque brutales, eran una cruel verdad. El amor que había sentido, la promesa de felicidad, todo se había desvanecido en un instante de violencia inimaginable.

—Pero... ¿Y la hacienda?— murmuró Luz, su voz apenas un susurro.

Esas cosas ya no importan, Luz. Lo único que importa ahora es tu vida— Katia le tendió el maletín. —Aquí tienes algo de dinero, un poco de ropa. Toma este camino, aléjate del pueblo lo más rápido posible. No mires atrás. Sé que es difícil, pero tienes que ser fuerte. Por ti. Y por el recuerdo de quienes te amaron

Sin darle tiempo a replicar, Katia la empujó hacia el coche. —Ve, Luz. Ahora. Y que Dios me perdone por esto—

Con el corazón hecho pedazos, Luz se sentó al volante, arrancó el motor y se alejó de la hacienda, dejando atrás el lugar de su amor destrozado y su sueño convertido en pesadilla. La carretera se extendía ante ella, un camino incierto hacia un futuro desolado.

🎀

Mientras tanto, Gezael, tras una frenética persecución, había alcanzado a Eurice en los recovecos del almacén de la hacienda. La había acorralado cerca de una pila de sacos de grano. La expresión de Eurice era una mezcla de pánico y resignación. Sabía que su tiempo se acababa.

—¡Gezael!— jadeó Eurice, su voz apenas un hilo. —Por favor—

Gezael la observaba, sus ojos oscuros evaluando cada movimiento, cada palabra. La frialdad que lo caracterizaba se había intensificado, pero una sombra de confusión se cernía sobre su rostro. Había visto la desesperación en los ojos de Eurice, la urgencia de proteger a su hija.

—¿Dónde está la niña, Eurice?— su voz era baja, amenazante. —Si quieres vivir, dímelo—

—No te la daré— respondió Eurice, su voz temblando pero firme. —No dejaré que le hagas daño—

Gezael soltó una risa amarga. —No te haré daño a ti, Eurice. Solo quiero saber dónde está la niña. Pero si no cooperas...— Extendió la mano hacia ella, no con la intención de acariciar, sino de agarrar, de dominar.

Eurice retrocedió, chocando contra los sacos de grano. El miedo la paralizó. Sabía que no podía luchar contra él. En un último acto de desesperación, miró hacia el cajón donde había escondido a su hija, un lugar que ahora parecía terriblemente expuesto.

Gezael, interpretando su mirada, avanzó hacia el camión. —Así que ahí está, ¿eh? La pequeña Pimentel

Eurice, con un grito desgarrador, se abalanzó sobre él, intentando disuadirlo, intentando ganar tiempo, intentando proteger a su hija. Pero Gezael, con la fuerza que lo caracterizaba, la apartó con un empujón brutal. Eurice cayó al suelo, golpeándose la cabeza contra una viga de metal. El sonido sordo del impacto resonó en el almacén.

Gezael se detuvo, su mirada fija en la figura inmóvil de Eurice. Un silencio pesado se instaló, solo roto por el sonido de su propia respiración. La expresión de Eurice era de muerte, sus ojos abiertos en un último grito de terror...



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En el texto hay: amor, ambicion, optimismo

Editado: 14.10.2025

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