La gran capital se desplegaba ante Luz como un espejismo de luces y opulencia. Rascacielos que arañaban el cielo, avenidas bullentes de vida, el rugido constante de una metrópoli que nunca dormía. Era un mundo ajeno, deslumbrante y aterrador a la vez, un contraste brutal con la tranquilidad rural que había abandonado. El maletín de su madre, ahora su único tesoro, pesaba más que nunca en sus manos, simbolizando la fragilidad de su nueva existencia.
El viaje había sido una sucesión de noches en vela y días de incertidumbre. El dolor de la pérdida, la desaparición de su sobrina, la traición que la había arrojado a este exilio forzoso, todo pesaba sobre sus hombros. Sin embargo, en la vastedad de la ciudad, encontró una extraña forma de anonimato, una oportunidad para reinventarse, para enterrar las heridas que la consumían.
Tras días de búsqueda infructuosa, de recorrer calles desconocidas y de sentir la soledad aplastarla, encontró un refugio inesperado. En un barrio menos ostentoso, alejado del brillo cegador del centro, se topó con una pensión modesta pero acogedora. La fachada, desgastada por el tiempo, prometía un calor humano que la ciudad parecía negarle.
Al cruzar el umbral, el aroma a café recién hecho y a galletas horneadas la envolvieron. Detrás de un mostrador de madera pulida, una mujer de edad avanzada, con el cabello canoso recogido en un moño pulcro y una sonrisa arrugada pero genuina, la recibió con una calidez que desarmó sus defensas.
—Buenas tardes, jovencita— dijo la mujer, su voz melodiosa y maternal. —Veo que eres nueva por aquí. ¿Buscas alojamiento?—
—Sí, señora— respondió Luz, su voz apenas un susurro. —Algo... tranquilo. Y no muy caro—
La mujer la observó con ojos perspicaces, pero llenos de bondad. —Soy Berta. Esta es mi pensión, 'El Rincón de la Calma'. Aquí encontrarás paz, si eso es lo que buscas. Y si no tienes mucho, podemos arreglarnos. Lo importante es que te sientas segura—
Las palabras de Berta fueron como un bálsamo para el alma herida de Luz. La bondad desinteresada de esta desconocida fue la primera luz de esperanza que vislumbró en mucho tiempo. Accedió a una pequeña habitación en el último piso, simple pero limpia, con una ventana que daba a un patio interior lleno de macetas y flores. Era un refugio humilde, pero un refugio al fin y al cabo.
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Mientras tanto, en un hospital de la gran capital, la vida de Mateo pendía de un hilo. Había sobrevivido al disparo, pero la gravedad de la herida lo había sumido en un coma profundo. Las máquinas zumbaban a su alrededor, monitoreando sus constantes vitales, un recordatorio constante de la fragilidad de la vida y de la violencia que lo había llevado hasta allí. Gezael, ahora al mando de lo que quedaba de la fortuna familiar, supervisaba los cuidados de su hermano con una mezcla de obligación y cálculo frío. El bienestar de Mateo era una cuestión de mantener el control, de asegurar la continuidad del imperio Castro, ahora empañado por la sangre y la tragedia.
Por otro lado, Gezael, consumido por la ambición y la necesidad de asegurar su poder, regresó a la hacienda Castro, ahora envuelta en un aura de desolación y muerte. Su objetivo era claro: encontrar el testamento de su padre, el documento que sellaría su derecho a la herencia y al control total. Recorrió los pasillos vacíos, los ecos de los disparos y los gritos aún resonando en su memoria.
Llegó al estudio de su padre, un lugar impregnado de la autoridad y la presencia del difunto patriarca. Comenzó a buscar entre los documentos, con la impaciencia de un depredador que acecha a su presa. Fue entonces, mientras manipulaba un pesado escritorio de caoba, que sintió una presencia detrás de él.
Se giró bruscamente, su mano instintivamente buscando el arma que solía llevar oculta. Allí, de pie en el umbral de la puerta, se encontraba Katia. Su rostro, antes marcado por la preocupación maternal, ahora era una máscara de furia y determinación implacable. En sus manos sostenía un arma, apuntándola directamente hacia Gezael.
—¡Tú!— siseó Katia, su voz ronca por la rabia contenida. —Tú fuiste quien mató a mi Antonio—
Gezael la miró con incredulidad, luego con una mueca de desprecio. —Estás equivocada. Yo no le disparé , tu marido... él fue un obstáculo. Lo que pasó, tú lo provocaste—
—¡Mientes!— gritó Katia, sus ojos brillando con una furia descontrolada. —Tú eres la escoria que arruinó mi familia. Tú eres quien debe pagar. ¡Pagará por todo lo que le hiciste a mi Antonio, por lo que has hecho con mi hija!—
Antes de que Gezael pudiera reaccionar, Katia disparó. Los proyectiles resonaron en el silencio del estudio, impactando en el cuerpo de Gezael una y otra vez. Cayó al suelo, su cuerpo convulsionando brevemente antes de quedar inerte, sus ojos abiertos en una última expresión de sorpresa y rabia. Katia, con el arma aún humeante en la mano, observó la escena, una sombra de alivio mezclada con la profunda amargura de su venganza. Había puesto fin a la amenaza, pero el precio había sido terrible, un eco más en la sinfonía de tragedias que habían desolado sus vidas...