La pensión "El Rincón de la Calma" se convirtió, para Luz, en un santuario. El aroma a café y el ambiente hogareño de Berta actuaban como un bálsamo sobre sus heridas, pero las cicatrices del pasado eran profundas, y el dolor, una sombra persistente. Una noche, incapaz de conciliar el sueño, el torbellino de recuerdos y la abrumadora soledad la empujaron a buscar consuelo en la única persona que le había ofrecido amabilidad en ese nuevo mundo: Berta.
Se sentó en el borde de la cama de Berta, quien la invitó a sentarse a su lado con una sonrisa comprensiva. Con voz temblorosa, Luz comenzó a desgranar la historia de su vida, una narración marcada por la tragedia y la traición. Habló de su amor por Mateo, de la boda que se convirtió en carnicería, de la muerte de su padre y de su hermana Eurice. Las lágrimas corrían por su rostro mientras relataba la brutalidad que había presenciado, el peso de una pérdida que amenazaba con aplastarla.
Berta escuchaba con atención, su rostro reflejando una profunda empatía. No interrumpía, solo ofrecía una mano reconfortante, un pañuelo para secar las lágrimas. Cuando Luz terminó, sumida en un silencio devastador, Berta le habló con suavidad.
—Mi niña— dijo Berta, su voz llena de ternura. —Has pasado por demasiado. Pero no estás sola. Y no puedes dejar que el dolor te consuma. El pasado no se puede cambiar, pero el futuro... el futuro es tuyo para crearlo—
Luz la miró, una chispa de esperanza encendiéndose en sus ojos. —Pero, ¿cómo, Berta? ¿Qué puedo hacer? Mi vida... todo se ha ido—
Berta sonrió, una sonrisa sabia y llena de fe. —Hay mucho que puedes hacer, hija. Te he visto dibujar, te he visto con esos patrones que traes contigo. Tienes talento. Tienes una visión—
Luz asintió tímidamente. Desde niña, su pasión había sido la moda. Dibujaba diseños en cuadernos secretos, soñando con crear belleza, con dar forma a sus emociones a través de la tela. Pero ese sueño siempre le había parecido inalcanzable, una fantasía de un mundo al que no pertenecía.
—Siempre he soñado con ser diseñadora— confesó Luz, su voz llena de anhelo. —Pero... es un mundo tan difícil. Y yo no tengo nada—
—Todo el mundo empieza en alguna parte— replicó Berta con convicción. —Y yo conozco a alguien que podría ayudarte. Mi hija trabaja en una pequeña boutique de alta costura en el centro. No es una gran marca, pero es un buen lugar para empezar. Tienen un taller, y siempre están buscando jóvenes talentos—
Al día siguiente, Berta acompañó a Luz a la boutique. El lugar era encantador, lleno de telas finas, maniquíes elegantes y el aroma sutil de perfume. Allí conoció a la dueña, una mujer elegante y de mirada aguda que, tras ver los bocetos de Luz y escuchar su historia (ocultando los detalles más trágicos), aceptó darle una oportunidad. Luz comenzó a trabajar como asistente de diseño, aprendiendo cada día, absorbiendo conocimientos como una esponja, encontrando en la creación de moda un refugio para su dolor y un propósito para su vida.
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Mientras tanto, el destino de la pequeña Paula tomaba un rumbo cruel e inesperado. El conductor, cumpliendo las macabras instrucciones de Gezael, no llevó la caja a ninguna pensión ni a ningún lugar seguro. En cambio, la llevó a las afueras de la ciudad, a un oscuro y desolado muelle industrial. Allí, bajo la tenue luz de la luna, abrió la tapa del cajón y, con una indiferencia escalofriante, depositó a la pequeña Paula dentro de un contenedor de carga vacío. El sonido del metal al cerrarse fue el último eco de su infancia robada.
El destino, sin embargo, a veces juega con hilos inesperados. Unos días después, una pareja adinerada, Eloísa y Octavio, paseaba por la zona portuaria, buscando la emoción de explorar lugares poco convencionales. Eloísa, una mujer elegante pero con un corazón sensible a las causas perdidas, se sintió atraída por un leve sonido proveniente de uno de los contenedores. Su curiosidad la llevó a abrirlo.
Lo que encontró la dejó sin aliento. Allí, acurrucada en un rincón oscuro, temblando de frío y miedo, estaba Paula. La niña, a pesar de su estado, emanaba una dulzura y una fragilidad que conmovieron profundamente a Eloísa. Octavio, un hombre práctico pero de buen corazón, al ver la escena, sintió una oleada de compasión.
—No podemos dejarla aquí—. dijo Octavio, su voz teñida de sorpresa y determinación.
Eloísa, con lágrimas en los ojos, abrazó a la pequeña Paula, quien se aferró a ella como si hubiera encontrado a su salvadora. —Tienes razón, Octavio. Ella será nuestra. La vamos a cuidar. La vamos a amar—...