La llegada de Paula a la mansión de Eloísa y Octavio fue como la entrada de un rayo de sol en un mundo de opulencia controlada. La residencia, un edificio imponente de estilo neoclásico, rodeado de jardines meticulosamente cuidados y adornado con obras de arte de valor incalculable, se abrió para recibir a la pequeña niña que había encontrado su camino hacia el corazón de sus nuevos padres.
Octavio, un hombre cuya reputación en el mundo de la construcción era tan sólida como los edificios que erigía, poseía una mirada que, a pesar de su seriedad empresarial, se suavizaba notablemente al posarse en Paula. Eloísa, cuya elegancia innata se veía ahora realzada por la alegría de la maternidad, se dedicó por completo a la adaptación de la niña.
—Bienvenida a casa, mi pequeña flor— dijo Eloísa, su voz cargada de emoción, mientras la llevaba de la mano por los amplios pasillos de la mansión. —Aquí tendrás todo lo que necesites. Un hogar, amor, y una familia—
Paula, aunque todavía con la inocencia de sus pocos años y la sombra de su pasado reciente, se aferraba a la mano de Eloísa, sus grandes ojos absorbiendo la maravilla de ese nuevo entorno. Las habitaciones de la mansión, antes vacías de risas infantiles, se llenaron de juguetes de exquisita manufactura, de libros ilustrados y de un amor incondicional.
Octavio, a pesar de sus largas jornadas de trabajo al frente de su prestigiosa constructora, siempre encontraba tiempo para su hija adoptiva. Le leía cuentos antes de dormir, la llevaba a pasear por los extensos jardines, y le enseñaba los rudimentos del mundo, compartiendo su conocimiento y su ternura. Paula, con una resiliencia propia de la infancia, comenzó a florecer. La sombra del contenedor y la frialdad del conductor se fueron desvaneciendo, reemplazadas por la calidez de las manos de Eloísa y las historias de aventuras que Octavio le relataba. Aprendió a dibujar en lienzos de seda, a montar a caballo en el picadero privado, y a comprender el valor de la disciplina y la educación en ese entorno privilegiado.
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Mientras tanto, en el humilde pero acogedor refugio de la pensión "El Rincón de la Calma", Luz experimentaba el milagro y la responsabilidad de la vida que crecía en su vientre. Los meses de gestación habían transcurrido con una mezcla de ansiedad y anticipación. El recuerdo de Mateo era una constante, un amor perdido que ahora se materializaba en el ser que llevaba dentro.
Berta se convirtió en su roca, su confidente y su apoyo incondicional. La acompañó a las citas médicas, celebró cada etapa del embarazo con genuina alegría y preparó la pequeña habitación en la pensión con esmero, cosiendo pequeños ropajes y adquiriendo todo lo necesario para la llegada del bebé.
—¿Has sentido las pataditas, Luz?— preguntaba Berta con entusiasmo, posando su mano sobre el vientre de Luz. —Ya quiere conocer el mundo—
Luz sonreía, sintiendo la vida que se movía dentro de ella. —Sí, Berta. A veces son tan fuertes... siento que es una niña muy activa—
Y las ecografías confirmaron sus sospechas. En una de las últimas citas médicas, la doctora Lena, quien la había estado atendiendo desde el principio, compartió la noticia con una sonrisa. —Felicidades, Luz. Tienes una hermosa niña en camino—
Una niña. La idea le llenó el corazón de una emoción indescriptible. Una hija. Un pedacito de ella y de Mateo, un legado de amor que perduraría.
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En el hospital de la capital, Mateo, con la inestimable ayuda de la doctora Selma, había iniciado un arduo camino hacia la recuperación. Las sesiones de terapia física eran extenuantes. Cada movimiento, cada intento de flexionar un músculo, era una batalla contra la parálisis que lo atenazaba. Selma era una presencia constante y alentadora. Su profesionalismo se mezclaba con una calidez que iba más allá de la relación médico-paciente.
—Vamos, Mateo, un poco más— lo animaba Selma, guiando sus manos mientras intentaba levantar una pesa ligera. —La fuerza de voluntad es tu mejor aliada ahora—
Mateo se esforzaba, el sudor perlaba su frente, pero la frustración a menudo amenazaba con abrumarlo. La imagen de Luz, de sus ojos brillantes, de la promesa de su futuro juntos, era lo que lo impulsaba a seguir adelante. A veces, en medio de la terapia, sus miradas se cruzaban con las de Selma, y en esos instantes, Mateo sentía una conexión que iba más allá de la admiración. Selma era comprensiva, paciente, y su dedicación era inquebrantable. Él se sentía atraído por su fortaleza, por su optimismo contagioso.
—Gracias, doctora— le dijo Mateo un día, después de una sesión particularmente difícil. —Por todo su apoyo—
Selma le sonrió. —No hay de qué, Mateo. Ver tu progreso es mi mayor recompensa. Pero no olvides que aún queda un largo camino por recorrer. Y si necesitas hablar, de cualquier cosa, aquí estoy—
Mateo asintió, una deuda de gratitud hacia ella que no sabía cómo pagar. Sin embargo, a pesar de la creciente cercanía y la admiración que sentía por Selma, su corazón seguía anclado en el recuerdo de Luz. Cada ejercicio, cada avance, lo hacía pensar en ella, en cómo compartiría esas pequeñas victorias, en cómo ella sería su fuerza motriz. El amor por Luz, aunque marcado por la tragedia y la distancia, seguía ardiendo en su interior, un faro que lo guiaba a través de la oscuridad...