CAPÍTULO 1: La vieja casona
Crecí en una pequeña localidad muy conservadora del estado de Alabama. La mayoría de las casas eran de estilo Cape Cod, abundaban los parques y plazas y la construcción más imponente del pueblo era, por supuesto, la iglesia.
Casi todos en la comunidad eran religiosos devotos y se esforzaban por mantener las costumbres, que los sectores más liberales del país, habían dejado atrás hace décadas.
Mientras que en otros lugares, los jóvenes de nuestra edad ya habían comenzado a salir, beber y experimentar su sexualidad, nosotros teníamos prohibido ir a fiestas, beber alcohol y, por supuesto, tener relaciones antes del matrimonio. Pero la mayoría de los chicos y chicas del pueblo odiaba estas reglas, y el año en que mis amigos y yo cumplimos dieciocho, nos las arreglamos para romperlas.
* * *
Esa primavera, luego de graduarnos de la preparatoria, armamos un supuesto grupo de estudio para prepararnos para los exámenes de ingreso a la Universidad, y solicitamos poder reunirnos en uno de los salones multiusos de la escuela –estratégicamente, uno con entrada independiente que nadie frecuentaba durante las vacaciones–. La versión oficial era que estudiaríamos allí los miércoles y viernes, de 4 a 7 pm. Pero en realidad, dejaríamos la sala multiuso a las 5 pm, para ir en secreto a una vieja casona a las afueras del pueblo. Se trataba de una antigua hostería que había cerrado sus puertas en los ‘80 y estaba completamente abandonada desde entonces.
Allí, escuchábamos la música que no nos dejaban escuchar en casa, bebíamos el poco alcohol que Daniel –miembro del grupo–, conseguía robar de la bodega secreta de su padre, y por sobretodo, nos comportábamos como jóvenes comunes y corrientes.
Éramos diez en total, y hacia la segunda semana de reunirnos en la vieja casona, ya se habían formado tres parejas. Al principio, me sentí extraña viendo a mis amigos de toda la vida comportándose más como adultos que como niños. Los recordaba jugando en el patio de la escuela o cantando en el coro de la Iglesia los domingos, y ahora de repente los veía besándose en algún rincón poco iluminado de la antigua hostería. Pero hacia la tercera semana de reunirnos, comencé a desear que Caleb y yo fuéramos los siguientes.
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Siempre nos habíamos gustado. Ambos habíamos cumplido dieciocho hace algunos meses y habíamos sido vecinos desde que nacimos. Caleb era mi mejor amigo y yo su mejor amiga. Compartíamos todo desde niños, y ahora, de cara a la adultez, sabía que también compartíamos nuestra atracción por el otro.
Últimamente, Caleb me miraba con más atención, notaba si llevaba puesto algo nuevo, o si había arreglado mi cabello de forma distinta. Y yo, por mi parte, había comenzado a notar lo apuesto que era. En los últimos años, había crecido mucho de estatura y ahora me llevaba, al menos, dos cabezas. También se había puesto más ancho de hombros y sus brazos habían ganado bastante músculo desde que su padre lo hacía ayudar en la granja familiar.
Me producía un sentimiento extraño el notar estas cosas, pero no podía evitarlo, y después de todo, no era la única experimentando el frenesí de una pubertad tardía.
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Abby y James fueron los primeros en apartarse del grupo para ocupar una de las habitaciones de la casona. Llevaban dos semanas saliendo y aún así nos tomó a todos por sorpresa. Por alguna razón, todo lo que habíamos hecho hasta ahora se sentía como una travesura, nada que después de unos cuantos meses de castigo, nuestros padres no pudieran perdonar. Pero perder la virginidad antes del matrimonio, definitivamente parecía algo más serio.
¿Qué harían nuestros padres si se enteraran de esto? La idea me preocupaba mucho, y por supuesto, Caleb, que estaba sentado junto a mi en la alfombra de la gran recepción, lo notó.
—¿Estás bien? ¿Quieres que nos vayamos? –me preguntó.
Ví que sus ojos grises casi parecían verdes bajo la cálida luz de las velas que habíamos dispuesto para iluminar el lugar, y entonces me percaté de lo cerca que estábamos sentados.
—No, para nada –respondí algo nerviosa–. ¿Por qué lo preguntas?
—Es solo que pareces estar incómoda. Creí que tal vez querrías irte.
—No lo estoy. Y no quiero irme –dije, de repente sintiéndome ofendida–. ¿Crees que no estoy lista para lo que está pasando en esa habitación?
Caleb me miró con sorpresa y bajó el vaso de cerveza que estaba sosteniendo. Ahora era él quien parecía incómodo.
—Tú ¿has pensado en eso? –preguntó, bajando un poco la voz.
De inmediato miré a nuestro alrededor y cuando ví que todos estaban demasiado entretenidos con sus respectivas parejas o bebiendo, respondí con confianza.
—Sí, lo he estado pensando.