Mejor no tiento al Demonio —pensé, mientras buscaba mi celular.
Eran las 18:50 y aún nadie llegaba.
En mi celular abrí la casilla de mensajes y revisé. Nada.
Siguiendo un impulso poco sano, escribí su nombre.
"Vicente"
La parte superior indicaba: "Conectado hace una hora".
¡Hola! ¿Cómo ha estado la U? ¿Ya empezaste clases? —escribí.
Y de inmediato borré. Qué estúpido suena.
Ese sí lo envié. Y me arrepentí dos segundos después, cuando leí "En línea" "Escribiendo...".
Rápido, apagué la pantalla y giré el celular sobre la mesa. El corazón me saltaba agitado dentro del pecho.
¡No! ¡Qué hiciste Dana!
Pero quería que respondiera, tenía unos intensos deseos de que respondiera, quería saber que aún respondería, pero deseaba al mismo tiempo que algo lo detuviera, pero que ese algo no fuera él mismo. Que fuera algo externo a él. No sé si se entiende.
Ni yo me entiendo.
El celular vibró sobre la mesa muy fuerte. Lo sentí por toda la sala vacía.
Apreté los ojos, como si eso lo pudiera desaparecer.
Lo giré de nuevo y lo dejé sobre la mesa. Mis dedos estaban helados, todo mi cuerpo estaba helado.
Apreté el botón central y miré de reojo.
Me quedó claro.
¿Cuántos mensajes más necesitas Dana, para que realmente te quede claro?
Estúpida.
Afuera un par de jóvenes pasaban el rato frente a la sala y conversaban. De a poco comenzaban a entrar.
Fingí no ver sus miradas de curiosidad, mientras acomodaba sobre la mesa, mi cuaderno y lápiz. Era la extraña allí. Ellos tenían cuatro años compartiendo. Yo acababa de llegar y sólo tendría un ramo con ellos. ¡Y qué ramo!
Y entonces, el ambiente se alborotó.
Los que no se habían sentado, se sentaron, los que no se habían callado, se callaron. Todo se transformó en una selva quieta, asustada del depredador que rondaba en busca de su almuerzo. Así lo sentí yo.
Cabezas gachas. Yo era la estúpida suricata que se levantaba fuera de la madriguera.
Entró en silencio, sin saludar. Eran las 19:15. Al parecer las cosas se hacían a su ritmo.
Depositó su maletín sobre la mesa, sacó su laptop. No se le adivinaba un temple de ánimo particular. No podría decir si estaba enojado o alegre, triste o calmo. No había una sola expresión en su cara que fuera legible.
Vestía una camisa blanca y un pantalón de tela. Cuidadosamente informal.
Se paró frente a nosotros. Su mirada se deslizó desde la hoja de asistencia hacia la clase. Planeó sobre ella, cómo un halcón, y la detuvo justo sobre mí. La única curiosa que le miraba directamente. Mi corazón saltó, como un pequeño e insignificante animalito a punto de ser devorado.
Con la mano desocupada se acomodó el cabello y sonrió. Una sonrisa milimétricamente pensada.
Ese hombre no era guapo, ese hombre era desbaratadoramente sexy.
—Soy Santiago Arnau. Seré su profesor de Análisis Cualitativo de la Estadística, les llevaré hasta la Prueba Integral de Conocimientos —rio—, a los que lleguen.
Este hombre es una perdición.
Se giró hacia la pizarra y soltamos todo el aire contenido en un suspiro. Tengo la certeza de que sabía, a ciencia cierta, lo que provocaba en la gente. Lo sabía y lo disfrutaba.
Escribió su nombre y su correo electrónico. Copié rápido sin meditar mucho.
—Cuando tengan dudas, en horarios fuera de clase, se contactan conmigo en ese correo. Lo contesto exclusivamente en horarios de trabajo, dentro de la Universidad.
Caminó por la sala. Avanzó entre las mesas. La gente le hacía espacio, le armaba un camino mientras avanzaba.