Le dicen El Demonio

Capítulo 12: Abril, primer sábado

El sindicato donde Benjamín tocaría no era muy diferente de los otros lugares, donde se presentaba con su banda. La realidad era que en nuestra ciudad había pocos lugares donde ir a ver una buena banda de rock y esos lugares nunca tenían el mejor ambiente. Bandas de rock y mal ambiente eran casi sinónimos.

En los ocasionales lugares donde el ambiente era bueno, las entradas solían ser caras, y las bandas, más snob que grunge. Nadie que apreciara de verdad el rock quería pasar cada fin de semana allí.

Para mí, cualquiera de los dos lugares era igual de problemático si tenía que enfrentarlo sola. Y esa fue la situación en la que quedé envuelta, cuando Maggie me envió un mensaje avisando que la micro estaba retrasada.

Un cliché.

Maggie siempre estaba retrasada a todo y la razón siempre era la micro. Pero supongo, que cuando vives en el extremo de la ciudad, en una zona conflictiva, donde los conductores pasan rezando para que no les apedreen, que la micro no llegue es un habitual.

Y ahí estaba, al frente del gran y ruinoso edificio del sindicato. Hacía un frío de horror y casi no había luz. Durante un par de minutos evalué si esperar afuera era una posibilidad. No había mucha gente y lucía un poco peligroso, pero la ansiedad que me provocaba la idea de entrar y encontrar un montón de gente desconocida era mayor.

Ya deberías haber superado esto, Dana, eres una adulta.

Vicente y su risa se escabulló en mis pensamientos. Tenía esta manía de citarme a una hora y llegar varios minutos después. Cuando me encontraba esperándole fuera del lugar, me sobaba la cabeza y decía: "Ya crece, Dana" y soltaba una carcajada. Mirando en retrospectiva, pienso que encontraba un placer oscuro en ponerme en esa situación.

Maggie había enviado un mensaje 15 minutos atrás explicando que caminaría a la siguiente parada. Así que imaginaba que su silencio se debía a que aún caminaba.

En la esquina dos personas, un hombre y una joven, fumaban. Cada cierto rato, ella reía algo que él le contaba. Su risa era muy fuerte y tenía ese tono que una chica hace cuando tiene un interés más allá de la amistad con el interlocutor. No sé explicarlo muy bien, pero es una risa en la que más de una vez quedé envuelta cuando Vicente y yo sólo éramos amigos. Es una mezcla entre coqueteo y exageración. Quieres que se dé cuenta que te interesa y finges que todo lo que dice y hace es más interesante de lo que realmente es. No sé si los hombres se dan cuenta o les sube tanto el ego que lo omiten.

En ese minuto, lejos de esas situaciones —y más cínica que enamoradiza—, me preguntaba sí lo volvería a hacer.

Seguro que sí.

Hasta Maggie, que tenía una personalidad mucho más fuerte que la mía, lo hacía.

El celular de la chica sonó de pronto e interrumpió la conversación. Mientras yo revisaba el teléfono por si había noticias de mi amiga, una camioneta se estacionó frente a ellos. Ella se despidió y se embarcó.

Un par de segundos después él avanzó en mi dirección. Tenía buen lejos y caminaba con una seguridad familiar.

Seguro viene a lo del sindicato.

Bajé mi mirada para revisar el celular y cuando volví a levantarla, descubrí en ese hombre a la figura de Santiago Arnau.

Puede que él me haya visto en ese minuto también, no lo sé a ciencia cierta, porque antes siquiera de pensarlo me giré y entré. Las cosas que antes habían supuesto un problema, ni siquiera pasaron por mi cabeza; ni el miedo, ni la gente, ni que ese lugar estaba lleno de desconocidos. Avanzaba rápido por el largo pasillo que daba al salón principal y no paré hasta que la mesa donde se recaudaba el dinero me detuvo.

Saqué la billetera lo más rápido que pude y pagué.

Una joven con piercings miró el dinero que le extendía y sonrió condescendiente.

—Disculpa, ¿no tendrás justo? Es que nos quedamos sin vuelto.

Dioses.

Negué con la cabeza.

—Es todo lo que tengo.

Ella le dirigió una mirada suplicante al joven sentado a su lado y él se levantó, entendiendo la indirecta.

—Voy a hacer sencillo y vuelvo —me dijo.

Y cuando él se internaba en el salón, alguien se paró junto a mí.

No le miré y esperé con cierta ingenuidad que no fuera quien creía que era o que, si lo fuera, quisiera, tanto como yo, fingir que no nos conocíamos.

—Señorita Benavente —soltó con parsimonia.

Le miré de reojo y fingí un recatado asombro al verlo.

Lo último que quieres hacer cuando sales a divertirte con tus amigos, es encontrarte con un profesor. Pero cuando ese profesor es la razón por la que quieres salir a divertirte con tus amigos, en primer lugar, entonces es aún peor. Y cuando se dirige a ti con el mismo tono que en una clase, lo único que puedes hacer para devolverle la mano es decir:

—Profesor Arnau, ¿Cómo está?

Arnau me dirigió una mirada descolocada. Sonreí. Las reglas que aplican a los estudiantes también aplican a los profesores. Ningún profesor quiere que le recuerden su lugar, cuando ha salido a lo mismo que tú. Eso me lo enseñó Paula. Su hermana era profesora y cada fin de semana volvía a casa quejándose porque en tal o cual lugar, uno de sus estudiantes —que por cierto no debería estar allí, por las restricciones de edad—, la había reconocido y saludado.




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