El chofer giró la llave por tercera vez y por tercera vez, el motor de arranque lanzó un extenuado e insistente chof chof chof chof chof que, dio paso a un menos alentador choffff final.
Adentro, las 20 personas que estábamos distribuidas por todo el autobús, quemamos nuestra última cuota de esperanza en esa ffff final. El silencio expectante, dio paso a un murmullo de preocupación.
El reloj digital sobre el lado derecho del parabrisas cambió de un segundo a otro de 19:00 a 19:01.
El chofer, un hombre pequeño y enjuto, hizo un último intento de llamar por el celular y esta vez, para nuestro alivio, consiguió conectarse.
Con una vana esperanza busqué mi propio celular y observé la pantalla. La pequeña escalera de barritas en el lado derecho estaba transparente y la de 4G había desaparecido. A la izquierda, lucía desalentadora, la frase NO SERVICE.
¡Qué mal! ¡Qué mal! ¡Qué mal!
El vaho sobre las ventanas no permitía ver el exterior, pero el golpeteo incesante de la lluvia sobre el techo, nos daba un claro panorama de lo que afuera acontecía.
El chofer se levantó de su asiento y nos dirigió un brillo esperanzador con la mirada.
—¡Buenas noticias! Logré comunicarme con la central y me dijeron que enviarán otro autobús de inmediato. Lo malo, es que se demorará, unos 20 minutos.
Los pasajeros lanzaron un bufido general.
—¡Yo tendría que estar en el trabajo, ahora! —explicó acongojada una señora.
Y estoy segura que muchos de los que estábamos ahí, le acompañábamos en su sentir.
Dos minutos atrás, tendría que haber estado en la clase de Santiago Arnau. En ese espacio, hasta las 19:15, estaban corriendo los minutos de gracia magnánima, que nos regalaba con su propia tardanza. Si hacía un cálculo correcto, el siguiente bus llegaría en 20 minutos, más los otros 10 minutos que se demoraría en llegar y 2 que podía hacer corriendo hasta la sala 203, en el segundo piso, llegaría unos 19 minutos atrasada.
Y eso implicaría encontrarme a la clase completa, en sus puestos, trabajando, el silencio incómodo, la disculpa por el atraso y por supuesto, el comentario mordaz de Arnau, en su faceta docente.
—Lo entiendo muy bien, pero lamentablemente es la solución más cómoda que puedo darles, en esta situación. Sin embargo, —el hombre hizo una pausa — el bus que sigue a este en el recorrido, está a unos 10 minutos, pero considerando cómo está el camino a esta altura, acortará recorrido y pasará 3 cuadras hacia abajo. A los que estén muy apurados, les puedo devolver el dinero y pueden intentar alcanzarlo o quizás tomar otro transporte que les acerque. Es todo, hasta allí llegan mis posibilidades.
Un par de personas alegaron. Un grupo, sin darse mucho tiempo a la reflexión, cobró su dinero y bajó. En el autobús nos quedamos tres con aspecto de estudiantes, dos mujeres con sus hijos y una señora mayor.
Eran unos 10 minutos de caminata bajo la lluvia, hasta la parada donde pasaría el autobús. Si mi cálculo estaba bien, llegaría atrasada 10 minutos, pero completamente empapada. Y al final el resultado —compañeros, incomodidad, disculpa y comentario mordaz —sería el mismo, así que contuve un suspiro y esperé.
Por fortuna, las cosas salieron tal y como se habían planeado y a las 19:30 (15 minutos tarde, no 19), estaba frente al aula 203, planeando de qué forma debería responder, en cada escenario tortuoso que mi mente planeó y que, estaba segura, no se acercaría a la realidad. Toqué la puerta y entré.
Lo primero que mi mirada encontró, fue el rostro preocupado de Sole. De Maggie no había pista. Luego mi mirada avanzó con rapidez, hacia la esquina donde estaba la mesa del docente. Desde ahí, Arnau me dirigió un gesto de incredulidad. Y estoy segura que en el minuto en que nos encontramos, mi rostro viró de miedo a sorpresa. Maggie no había sido tan precisa en su narración; Santiago Arnau tenía un cabestrillo en el brazo izquierdo, un gran corte en la frente y un par de evidentes golpes.
¡Cómo caen los poderosos!
Más lento de lo habitual, el terror de quinto año, miró la hora en su celular.
—¿Cree que estas son...?
—Tuve un accidente con el bus —respondí. Un segundo después valoré la gravedad de esa interrupción y mi corazón y estómago se apretaron, a la espera de su habitual y desajustada contra argumentación.
—¡Oh! —balbuceó en cambio, y se quedó en completo silencio.
Santiago Arnau se había quedado sin respuesta. Eso no estaba mal, ¡Estaba muy mal, en muchos sentidos!
En ese punto de la conversación, seguía detenida bajo el dintel de la puerta, aguardando preocupada que, me diera una directriz. ¿Podía entrar o me estaba sacando de su clase?
—Podría haberle avisado a uno de sus compañeros, al menos.
Ahora la que se quedó sin respuesta fui yo.
"Amable" había dicho Maggie y nunca esa palabra había sido tan correcta.