Qué fácil resultaría la vida si fuésemos capaces de entender todo lo que ocurre y todo lo que hace la gente desde su perspectiva. Si pudiéramos saber con exactitud, qué piensan o a qué juegan.
La vida se siente, muchas veces, como un espectáculo de magia bien armado. Hay un mago, cartas, un escenario y gente que ayuda, corre y se esconde tras bambalinas, mientras tú intentas no dar pistas al mago, de que la carta que sacaste del mazo, era un As de espada.
Tratas con vehemencia de descubrir el fallo, pero entre tanta luz y barullo, se te escapa lo que se teje alrededor con la precisión de muchos profesionales.
Lucas me dijo una vez que la gente inteligente, es la gente que más disfruta ser engañada por un mago. Siempre tienen la impresión de que la próxima vez serán capaces de descubrir el misterio y desbaratarlo. Y es esta profunda convicción, la que los hace caer en la trampa una y otra vez.
Distracción. Eso es lo que se requiere para levantar un buen show.
Dales algo diminuto en qué fijarse, dales algo gigante, pero dales algo. Mientras lo relevante, está pasando lejos de su mirada.
La vida, un buen libro de misterio y un show de magia, guardan esas similitudes. Una tesis, un romance y un elefante en la mitad del escenario.
Nada más que decir.
En nuestras vidas, podemos ser el badulaque que sostiene la carta en el recuerdo o el mago parado en el centro. Uno gana y el otro pierde, pero eso no depende de ninguno de los dos. Depende de que aquellos que corren detrás, se equivoquen o no.
A veces, también somos los que corren, pero ese no era mi caso.
La diferencia categórica, entre un show de magia y la vida, es que el desenlace del primero siempre deja una sensación de sorpresa y maravilla.
—¿Siempre llega tarde?
Solté una carcajada.
—En tiempos Maggie, es temprano.
—¡Qué bueno que te llamé, entonces! —exclamó con asombro.
Asentí. Y pensé en muchas cosas para darle hilo a esa conversación, pero algo en el fondo, una segunda capa de emociones, me contuvo.
No quería estar ahí.
Si Sole no hubiera llamado, para ofrecer pasar a buscarme, no hubiera llegado.
No quiero ser malinterpretada. Quería pasar un buen rato con Maggie y Sole. Y si me hubiese quedado en casa, habría estado martirizándome por no haber ido.
Pero entendía que esta parada en Lewmenade Luke, era el primer dominó de una larga sucesión de decisiones, que podría haberme evitado si en vez de estar allí, estuviera en casa, en pijama, fingiéndome enferma y pasando canales en el televisor (por decir algo).
Sole daba pequeños saltitos para pasar el frío y yo le acompañaba, porque parecía una buena idea, pese a que no hacía efecto. La culpa era de Maggie y de las ideas que se le ocurrían. Nuestra culpa también, por hacerle caso.
—Wooooooooooh, ¡guapísimas! —celebró Maggie, en cuanto estuvo frente a nosotras.
Sole agradeció el halago, girando sobre sí misma, para mostrar su ropa.
Yo sólo sonreí.
Maggie había enviado un mensaje en la tarde, corto y preciso, un orden que no daba espacio para réplica.
"No jeans" "Es Lewmenade Luke"
Y ahí estábamos las tres. No jeans. Vestidos.
Creo que no había usado un vestido desde el cumpleaños de Vicente, 2 años atrás. Después de eso, no recuerdo una ocasión particular que me motivara a usar uno. El trabajo en bodega, luego en el mostrador de la comida rápida y este último año de tesis, me habían sumergido en un universo de jeans y zapatillas, cómodo y despreocupado.
Maggie revisó los mensajes en su celular y sonrió, luego me pasó el brazo por encima del hombro y nos guio a la entrada del lugar.
Ella se veía llena de confianza. Sole, por otro lado, se apreciaba menos cómoda, pero su falda de tules la hacía ver dulce.
Yo tenía frío.
Lewmenade Luke se ubicaba en el segundo piso de un palacete antiguo, al que accedías por una escalinata de mármol. Estaba custodiado por un par de enormes murallas blancas. Sólo algunas veces al año la entrada se encontraba abierta a todo público. El resto del año, era un lugar para fiestas exclusivas de la clase acomodada.
Lo de acomodado no le quitaba lo escabroso. Fuera abierto a todo público o cerrado para los "niños de bien", allí la venta de drogas, estupefacientes y un sinfín de transacciones ilícitas se daban a vista de todos.
Era y sigue siendo un lugar de cuidado.
Ocupaba dos plantas del palacio. Las veces que yo había ido con los chicos, en mis primeros años universitarios —cuando comprar una entrada no me significaba ahorrar varias jornadas de trabajo—, el primer piso era un pub atiborrado de mesas donde apenas se podía transitar y el segundo piso era una zona para bailar.