[10/07 18:34]
Yo: llegué
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+(xx)x 82 544 611: Voy
Cinco veces llamé —antes de que Benja me encontrara, sentada en una banca, en el patio central de tesorería— y cinco veces el celular me envió a la contestadora.
Yo no me había mirado, pero supuse por el rostro que puso él, que se me notaba mucho que había estado llorando.
Tiritaba de frío.
Benja me miró desde lejos, se le cruzó una mirada de espanto, antes de acercarse hasta donde yo estaba.
—Me quedó claro —bufó, antes de cortar la llamada que hacía.
No supe qué decir.
—¿Maggie? —pregunté a modo de saludo.
Asintió desconcertado.
—¿Estás bien? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—No lo sé.
No lo estaba.
—Lo siento —se disculpó.
Pero ¿él qué tenía que ver con eso? Yo era la que debía disculparme, por orillarlo a mentir. No él conmigo.
No respondí. En cambio, miré el celular, buscando algo que no estaba ahí. Y al descubrirme haciéndolo, se me apretó el estómago y sentí de nuevo, ganas de llorar.
—Voy a avisarle a Nuri, que estaré un rato hablando contigo ¿te parece?
Me levanté de la banca y negué con la cabeza.
—Te acompaño.
Al final de un pasillo, estaba la oficina donde Nuri esperaba. Apenas me vio llegar se levantó de la banca y me abrazó.
No dijo nada, sólo me abrazó y fue suficiente.
—Si quieres —le sugirió a Benja— yo me quedo a esperar y ustedes van a buscar el cuaderno al auto, ¿te parece?
Benja le dio una mirada de preocupación.
—¿Segura?
—¡Vamos! Quedan como 15 personas aún y no me voy a mover de aquí. Cualquier cosa llamo a Dana ¿te parece?
Benja le entregó el celular reticente y ella le pasó las llaves del auto.
Antes de encaminarnos a los estacionamientos, se acercó y le dijo algo al oído, Nuri asintió.
Benja me guio hasta el auto. Estaba al otro extremo, lejos de la entrada. Apenas si se veía el camino, pero cada cierto, tiempo un par de farolas se encendía y nos abría paso.
Me senté en el lado del copiloto y me saqué la chaqueta empapada. Benja encendió el auto, puso la calefacción y prendió la radio, antes de decir algo.
—Tu cuaderno lo tengo en la mochila, supuse que lo necesitarías.
Asentí.
Me lo pasó.
—Estaba en el auto de Santiago, bajo el asiento del copiloto.
—Sí, me imaginé —respondí.
—Entonces...
Supongo que ninguno sabía cómo empezar la conversación.
—¿Te contó Maggie?
—Sí, me llamó, mientras venías en camino. Estaba bastante alterada y quería que supieras que lo sentía.
No tenía por qué.
—¡Cómo la mierda! —respondí en cambio, porque no se me ocurría qué más decir.
—Santiago...
—Santiago no quiere hablar conmigo —suspiré—. Y quizás tenga razón en no hacerlo. De cualquier forma, no sería de ninguna ayuda.
—Entiendo —respondió, pero debajo de esa palabra había un claro "¡Qué imbécil!" como subtexto—. Mira, Dana, no creo que mi hermano tenga razones de verdad válidas, para dejar de hablarte. Sólo ignóralo y se le pasará.
Ojalá fuera tan fácil ignorar los silencios de Santiago Arnau.
Llevaba un rato raspando el pantalón con la uña, para pasar la mala sensación que tenía.
—Necesito fumar —entendí y por inercia busqué un cigarro en el bolsillo. Pero hace ya un par de años, que no había nada ahí.
—¡Oh!, lo siento, no fumo —respondió Benja y me miró confundido—. No sabía que fumabas.
Alcé la mirada ofuscada.
—No lo hago. No puedo. —Me apunté el pecho con el índice— Asma —le expliqué—, desde... siempre.
—N-no sabía.
Negué con la cabeza. Pocas personas con las que compartía en la actualidad, lo sabían. Los que se habían enterado, había sido por casualidad, no porque yo tuviera la intención de que lo supieran.
En ese minuto, ese ataque de sinceridad, escapaba a mi comportamiento habitual.
—Tuve una crisis hace dos años, muy fuerte. Me lo prohibieron, en realidad.
Había estado 10 días hospitalizada y 15 más en cama. Una fatal mezcla de un resfriado mal cuidado, años de no preocuparme por el asma, el mal hábito de fumar y la maldita fiesta de cumpleaños.
Lina y Vicente se sintieron culpables. Vicente más que Lina. La semana anterior me habían arrastrado a una fiesta de la familia de Vicente, para celebrar a su abuela nonagenaria.
El papá de Lina la pasó a buscar cerca de las 9 de la noche y habíamos planeado irnos juntas. Vicente insistió en que me quedara. No quería quedarse solo con su familia. Insistió hasta el hartazgo. Lo hice. Me quedé.
La familia de Vicente no estaba compuesta de las personas más agradables del mundo. Nada de lo que yo hacía les gustaba. Que si era poco habladora, que si no sonreía suficiente, que si no era muy divertida. No era como su otra amiga... ¿cómo se llamaba?
¡Dioses!
Cerca de las 11, una prima de Vicente comentó junto a una mesa de comida que América venía en camino. Nunca se perdía la fiesta de la abuela.
"¡Qué amor ella...!"
Yo no quería estar ahí cuando eso ocurriera. En consecuencia tomé mis cosas y busqué a Vicente que ayudaba a preparar la carne en el quincho. Le dije que no me sentía bien y le pedí que me fuera a dejar. Vicente torció un mal gesto y me dijo que esperara un poco. Que si me iba a esa hora, sólo iba a alimentar la idea que tenía su familia de que no los soportaba. Que al menos esperara la comida.
Pero yo no quería esperar, no quería estar ahí cuando América llegara y Vicente me desechara como un juguete viejo. Discutimos. Esas discusiones en voz baja, que tensionan más que las que se hacen a viva voz. Quise llorar y en un arranque de estupidez, tomé mis cosas y me fui sola. Podía caminar hasta la avenida principal que quedaba a unos 30 minutos y tomar el último autobús hasta mi casa. No necesitaba a Vicente.