Le dicen El Demonio

Escena 2: Marzo, cuarto martes

MAGGIE

Las familias pueden llegar a ser una mierda, amiga. Tienen conflictos, secretos, alianzas y y todas esas cosas que estoy segura de que un psicólogo explicaría mejor que yo. Mi familia no es la excepción. 

Por esa época, yo sabía que, si Mónica me había invitado a almorzar, era para resolver alguno de esos problemas de los que no se hablaba directamente y que siempre estaban presentes. Así que esa visita a su casa, tenía poco de agradable. No es que odiara a mi hermana, por supuesto que no. Era más bien, todo lo contrario. Por eso, cuando el conflicto se extendía demasiado, era ella y no mi mamá, su esposo o mi hermano mayor, quien me citaba a esas conversaciones incómodas.

En ese punto del año, yo sabía exactamente dónde me apretaba el zapato, pero prefería hacerme la estúpida, mientras comía el guiso que me había servido.

Mónica estaba sentada al otro lado de la mesa. Meditaba su siguiente movimiento, imagino. 

—Si le falta sal, ponle no más. A veces me olvido —me explicó.

Negué con la cabeza.

—No, está bien. Así me gusta —respondí, tras darle una segunda probada.

Su cara pequeña y redonda se contrajo en una sonrisa amable. A Moni se le notaban demasiado sus segundas intenciones, pero parecía empecinada en empezar esta conversación con tacto. Algo de lo que carecía. De cualquier forma, más temprano que tarde, lo diría.

—¿Cómo van las cosas con papá?

—No es mi papá —le respondí evasiva.

Ella no era la única que carecía de tacto.

Elevó la mirada. Yo imaginaba lo que pensaba. 

—También lo es —replicó, pero no parecía tener ánimo real de discutir.

Para mis dos hermanos mayores, era fácil decirlo, porque el esposo de mi madre, era su padre biológico y también había sido su padre presente.

No era mi caso.

El contraste entre los tres era notable. Una sola mirada, bastaba, para enterarse de la verdad. Una sola mirada le había bastado a él, para irse por 11 años.

—¿Entonces? —insistió.

—Entonces nada. Para él no soy más que un estorbo. 

La réplica de mi hermana quedó en la intención y no llegué a saber si era, porque estaba de acuerdo conmigo o no sabía cómo hacerme cambiar de opinión.

Mi relación con Alberto Robledo nació conflictiva. Para él, no era más que aquello que estorbaba en su perfecta familia. Su desprecio, era una huella indeleble.

Mi hermana esperaba una respuesta

—Lo de siempre, Moni —bufé. 

—Mamá está preocupada. Dice que no llegas mucho a casa.

En ese punto, yo ya suponía que ese era el problema.

No es que no llegara a casa, es que pasaba muy pocas horas ahí. Todo el mundo sabía que tenía una agenda ocupada, pero supongo que lo que les preocupaba, eran las razones subyacentes a mi tendencia a "ocupar la agenda".

—Tengo cosas que hacer. Mi trabajo en el Super, el de niñera, la U, la tesis y ya sabes... 

—Salir los fines de semana... —completó con un tono demasiado seco.

Fruncí el ceño.

—Alberto es el problema ¿cierto? —pregunté—. Esto no tiene que ver con mi mamá.

—No, nada que ver, Maggie —me detuvo con un gesto de exasperación.

Supongo que en ese punto, la conversación no iba como quería.

—Sólo trata de ceder un poco. A veces eres demasiado...

Tengo la certeza de que Moni buscaba una palabra que no terminara de arruinar la conversación.

—¿Demasiado qué?

—Estricta, no sé, severa... —me miró a los ojos—. ¿Intensa?

Solté una carcajada ácida, que le dio a entender que no había escogido bien.

—Para ti es fácil —repliqué.

Sabía que Moni no iba a comprender. La que se crió con su vigilancia exhaustiva, fui yo, pese a que era la que menos debía importarle. Alberto se fue cuando yo nací, cuando volvió, Moni tenía 17 años y Rodrigo ya se había ido de la casa. 

—Para nadie ha sido fácil, Margaret.

No tenía que decírmelo a mí. 

—Pero tengo claro —continuó— que de todos, la que se llevó la carga más pesada eres tú.

No quería seguir dándole vueltas a ese tema. Hablar sobre mi relación con el esposo de mi madre y los conflictos con mis hermanos en mis primeros años, me molestaba muchísimo, pero me molestaba aún más el discurso condescendiente.

Mónica pareció entender, porque optó por tomar el plato de la mesa y llevarlo al lavaplatos.

—¿Qué pasó al final con el asunto de las salidas? —preguntó cuando volvió a sentarse—. ¿Ya no te dice nada cuando llegas tarde?

—No llego.

—¡¿Es en serio?! —exclamó—. ¿Y qué haces?




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