Le dicen El Demonio

Escena 5: Abril, primer sábado

—Dana Isabel Benavente.

Dana dio un largo suspiro mientras, de un empujón con el hombro, abría la puerta de la casa.

—Profesor Arnau —respondió con un tono formal.

Apretó dos veces el interruptor de la luz, junto a la puerta, pero la ampolleta había fallado la noche anterior y su intento por prenderla la llevó al recuerdo de que debía cambiarla.

«Mañana»

—Estaba de camino a ver una amiga y me pregunté de pronto, si podríamos terminar la conversación que teníamos pendiente, así que preferí volver.

Dana trataba, infructuosamente de recordar los turnos de su madre esa semana. La mejor decisión, ante la duda, era cambiar la ampolleta durante la mañana.

—¿La conversación pendiente? —preguntó de pronto, atendiendo a lo que Arnau decía.

—Tuve la idea o la esperanza de que te hubieras deshecho de tu niñera.

«¿Mi niñera?»

Dana entonces se dio cuenta de que hablaba de Maggie. Era cierto que no se separaban ni a sol ni a sombra cuando salían. Pero Dana lo prefería así, para mantenerse a salvo de sus propios impulsos. Maggie era su cable a tierra. Su línea de tope. De pronto, en ella, había encontrado la seguridad que no podía encontrar en otro lado. Maggie siempre parecía saber qué hacer.

—¿Hablamos de Margaret?

Santiago Arnau soltó una carcajada.

—Pero sólo encontré a mi primo con un amigo. ¡Qué decepción!

«¿No estaban hablando, acaso, de su billetera?»

Dana se empezaba a sentir un poco confundida respecto a las intenciones subyacentes de esa llamada y de pronto, frente a esa jovialidad que la descolocó, tuvo la impresión de que Santiago Arnau había bebido un par de cervezas más después de su encuentro.

Pensó entonces, que era tarde, estaba cansada y no sabía qué tan dispuesta estaba a tratar de averiguar.

—Me imagino, profesor —le respondió seca. Y de inmediato se sintió mal por haber sido tan cortante—. Con Maggie estuvimos trabajando tesis en la mañana —le explicó y su tono sonó como una disculpa—. Nos sentíamos cansadas. Por eso nos fuimos temprano.

Dana puso el teléfono en altavoz, se sacó la chaqueta y caminó hacia el final de la sala, con el celular en la mano. Prendió un fluorescente que estaba ahí y se iluminó una pequeña cocina.

—Al menos aún estaba Matías.

Santiago soltó una especie de risa ácida, mientras ella colgaba la chaqueta en la silla junto al mesón, que separaba ese espacio de la sala de estar.

—Sí, se pasó la hora hablando de su novia y de que creía que lo iban a cortar.

Dana lo acompañó en la risa y se sintió un poco culpable de no poder mantener el tono formal.

Dejó el celular sobre el mesón y por costumbre se puso a jugar con un encendedor que había encontrado allí. Parte de la noche Matías se la había pasado dando pena, porque estaba seguro de que, el hecho de que su novia hubiera ignorado el mensaje que le había enviado, contándole que iría al sindicato, era el presagio de un rompimiento. En honor a eso, los chicos habían pagado las cervezas y Matías había decidido que quería extender la jornada hasta el amanecer.

Margaret y ella se restaron. Ambas se sentían cansadas, pero el cansancio de Maggie era de otro tipo. Dana creía que estaba un poco agotada de la conversación. 

Suponía que hasta ese minuto, si Benja las hubiera acompañado, se habría sentido menos molesta.

—La verdad es que estoy seguro de que lo van a cortar —continuó Santiago, también fastidiado—, porque no puede parar de hablar de Margaret Araujo.

—¡¿Cómo?! —exclamó y en el ímpetu soltó el encendedor y se quemó.

Dana agitó el pulgar para disipar el dolor y caminó al refrigerador en busca de algo frío que aplicarse.

Santiago reía.

—Sí, ya sabes, ese enamoramiento que tiene por ella. 

Ella no sabía de eso, hasta ese momento. Y la sensación que había ido creciendo esa noche, de no conocer realmente a la gente con la que se rodeaba, la hizo sentir particularmente sola.

—¡Oh! Eso es nuevo —comentó.

—No, para nada, viene desde la escuela.

Santiago no había comprendido su comentario.

Dana revisó el refrigerador en busca de hielo y en medio del trajín, se dio cuenta de que no había nada de comer. Tendría que salir a hacer las compras en esos días.

Con esa idea en la cabeza, tomó el celular y caminó hacia el sofá de tres cuerpos de la sala de estar. Cuando se sentó, tuvo la impresión de que debía resignarse a esa absurda comedia que se estaba gestando.

—¿Entonces? —lo apuró—. Mi billetera...

Santiago pareció recordar.

—Sí, yo estaba con mi primo y la encontramos sobre la mesa.

Dana, más lúcida que él, recordó con gracia:

—Pensé que había dicho, que estaba sobre el mesón de compras del sindicato.




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