Pietro
El bebé está llorando. Me muevo en la cama y reviso a un costado, en la parte de Aura, el monitor y el parlante que muestra a nuestro Luz en los brazos de la criminal que lo sostiene, sin conseguir hacerlo que se calme por un momento, al menos.
—¿Qué sucede?—le pregunto a mi esposa, estirando la mano y girando la pantalla para observar qué muestra.
—Es Luz, a veces parece tener pesadillas y despierta agitado.
Aura mantiene los ojos cerrados, se la ve muy tranquila mientras nuestra empleada se ocupa de mecerlo en brazos, sin conseguir que se calme.
No parece estar haciendo bien su trabajo.
—¿Es que la chica Leche no sabe cómo hacer con el bebé?
—Es eso, un bebé precisamente. Tiene sus momentos.
—Iré a ver si necesita algo.
Destapo la frazada, busco en el suelo la tela que tenía puesta para cubrir mis partes viriles y me encamino hasta la puerta.
Aura estira el brazo hasta el volumen del audio y le baja al todo.
—Súbele cuando regreses, por favor.
—Okay, tu descansa—le aseguro y espero a ver que se voltea para el lado contrario justo antes de que yo termine por salir de la habitación.
Milk
Sangre.
Tengo sangre en las manos y un cuchillo. Comienzo a temblar completa tras caer en la cuenta de lo que acabo de hacer.
No quería, no tenía que suceder así, nunca tendría que haber pasado. Pero hay algo dentro de mí que se satisface con vehemencia de que lo hice por fin. Tengo ese pedazo de carne entre las manos porque al fin se lo corté mientras dormía, para ahora escucharle chillar como el muy cerdo que es.
Hasta que algo me llama la atención.
¿Un llanto?
Sí.
Pero, ¿un bebé llorando? ¿Por qué?
Miro a todas partes hasta que caigo en la cuenta de que quien está llorando es el niño para el cual cumplo funciones de niñera y que yo ya no soy esta persona.
¡Hice algo terrible!
Me espabilo y debo hacer un esfuerzo para poder salir de la pesadilla, que pronto consigo determinar, se trata más bien de un recuerdo. Uno de los peores y más difíciles de extirpar de mi caja de Hechos Oscuros del Pasado de Milk.
Doy un salto tras observar que el bebé está llorando. Me pongo la bata que me han asignado y me envuelvo en ella mientras ando con la linterna de mi móvil hasta la puerta de mi cuarto y me echo a andar por el pasillo de luces tenues hasta que por fin el llanto del niño me permite caer en la cuenta de dónde está él.
Al entrar, ahí lo veo.
Está bien.
Está sanito y a salvo. Solo llora. Aún es pequeño, ni quiero saber cómo serán sus llantos en cuanto crezca un poquito más.
—Tranquilo, hombrecito. Tranquilo. Ya estoy acá, bebé. No te preocupes, bebé. Ooohh, cosita. ¿Tuviste alguna pesadilla?
Lo sostengo como me enseñó la tía Felicha, con la palma de mi mano y mi brazo cubriendo todo el lomo del cachorro, dándole la sensación de seguridad que necesita, sobre todo si parece haber tenido un mal sueño.
Busco mecerlo entre mis manos, pero no se calma. ¿Cómo es posible que algo así de chiquito pueda ser tan ruidoso?
Intento tararearle una canción de cuna, pero no me sé ninguna, así que le tarareo una canción religiosa acerca de un cordero que se pierde y el pastor le indica cómo llegar al buen rebaño. Evidentemente no le gusta porque sigue llorando el muy condenado.
—¿Problemas con mi hijo?
El susto que me pego hace que por poco haga volar por los aires al bebé. Pero nada de eso sucede, POR SUERTE.
—Por todos los cielos, señor. No lo vi venir—aseguro tras escuchar la voz del marido de mi jefa.
Me vuelvo a la puerta y la luz del pasillo marca el contorno de un hombre inmenso, musculado hasta las manos, con pies grandes, pecho macizo y brazos como tubos de múltiples diámetros. Por un instante, se me olvida el bebé.
Él avanza y acomodo mis ojos a él.
No quiero que se sienta incómodo por la manera que le estoy mirando, así que intento que no se note y desvío los ojos en otras diversas direcciones.
Avanza y se ubica a mi lado.
Su mano le acaricia el rostro y me ofrece sostenerlo.
Pero cuando estira sus brazos y se pega a mí, puedo sentir que me roza un duro plátano que se trae guardado entre la escasa tela que parece usar para dormir.
Me suda la gota gorda en cuanto siento que el plátano parece estar sufriendo una suerte de mutación provocada que lo ensancha y endurece como cuando está inmaduro y es de zonas tropicales que propician su crecimiento.
En cuanto se lo paso al bebé, me quedo ahí, de pie. Demasiado cerca.
Él tampoco se mueve.
Se mantiene de costado, rozándome su cosa, aprovechando la situación. ¿Qué clase de hombre loco es este? ¿Está haciendo lo que hace sin darse cuenta, sin querer, o de verdad yo soy la que está evocando los pensamientos incorrectos?
Para mayor magia, Luz se tranquiliza y deja de llorar mientras él lo sostiene.
—¿Ya ves?
—S…señor…
—Se durmió.
—Señor…creo que está…
Miro de reojo a la cámara.
Él deja a Luz ya dormido nuevamente en la cuna.
¿Y si su esposa nos está observando y escuchando ahora mismo?
—Luego tengo que enseñarte esta magia.
—¿P…perdón?—murmuro, presa de los nervios. Me sudan las manos y estoy tensa a más no poder.
—Para hacer dormir a Luz.
—Sí. Claro. Esa magia.
—¿Quieres que te la enseñe ahora?
Abro la boca, como si estuviese lista para recibir su berenjena. ¡Quise decir…sus consejos! ¡Lista para sus consejos!
—Puede ser—murmuro, con temor.
Él también mira de reojo la cámara.
—Mi esposa duerme, pero no creo que querramos despertar a Luz. ¿Qué tal si te enseño mis tácticas en tu habitación?
Se me queda seca la boca y la respuesta sale de mí, antes incluso que mi sentido común sea capaz de procesarlo: