Isabella había terminado de ponerse lo que en su closet figuraba como el atuendo más formal que tenía, emocionada por la entrevista que su novio le había logrado conseguir con su exigente jefa, en el concesionario más prestigioso en Roma.
—Brett por favor, no tengo como irme, préstame un poco de dinero, no quiero llegar tarde a la entrevista.
—Déjame en paz, no tengo dinero.
—Por favor Brett, necesito el empleo, no tenemos mucho tiempo, se acerca la renta del piso y vas a decir que no te alcanza.
—¿Estás diciendo que no sirvo? —se levantó y la sujetó por el mentón—. Te había dado suficiente dinero.
—No, no es eso, Brett me diste dinero hace un mes, hemos tenido gastos, y has usado para comprar lo que consumes, quiero ayudar, quiero conseguir que tu jefa me dé el empleo, lo necesitamos, pero no tengo los pasajes ni para ir en el metro.
Se quedó observándola fijamente, sin soltar su mentón.
—Es todo lo que tengo, no vayas a molestarme más —le dio 5 euros y unos centavos.
Isabella suspiró resignada, le alcanzaba para un billete integrado, era suficiente según lo que consideró tardaría la entrevista.
Ilusionada, recogió su bolso de mano y se puso las últimas gotas de su perfume favorito, se miró al espejo, se dio ánimos a sí misma y dejó el piso que compartía con su novio, desde hacía más de un año.
Había logrado alcanzar el metro, compró el billete, subió y se sentó.
Miró a la pareja al frente de ella, inhaló y exhaló al recordar que lo bonito de su amorío con Brett había desaparecido, en cuanto se había mudado con él, se había convertido en un hombre tóxico y controlador.
Aun así, ella lo amaba y toleraba. Permaneció pensando en su suerte.
A sus 23 años, Isabella no había conseguido sus estudios superiores, había sido criada por la hermanastra de su padre fallecido, sin derecho a nada.
No conocía otros familiares, había tenido pocos amigos, de los cuales solo veía a su amiga Laura, Brett había conseguido que sus amigos no se acercaran a ella.
Isabella comprobó la hora en su celular, estaba a 15 minutos de la dirección, el metro se había detenido y ella salió corriendo.
Le quedaba a unas cuadras, Isabella corrió esquivando a los transeúntes que se interponían en su paso.
Se detuvo enfrente de un lugar, comprobó la dirección, y reconoció el reluciente nombre, en color negro, que resaltaba sobre la fachada también en color negro con acabados grises.
«Sí, sí, es aquí» pensó para sí misma antes de entrar corriendo.
Vio el ascensor y corrió hacia él.
—Perdón, perdón, perdóneme, señor —sin mirar el rostro del hombre, Isabella recogió los documentos que había tirado.
—Está bien, cálmese, señorita, ha sido un accidente.
Isabella levantó el rostro, al escuchar el acento del hombre.
Se quedaron mirando, él se disculpó y ella empezó a reírse.
—¿Qué le causó gracia, señorita?
—Lo siento, su acento es gracioso, su italiano es fatal.
Él le habló en ruso y ella empezó a reírse a carcajadas, se detuvo al ver que llamó la atención de las personas.
—Carajos, lo siento, tengo una entrevista, voy tarde, perdón, perdón —se marchó antes de que él pudiera decir algo.
Ella continuó corriendo, no alcanzó el ascensor y subió por las escaleras, él negó con la cabeza y siguió su camino.
Isabella había llegado 8 minutos tarde, no vio con quién anunciarse, estaba avergonzada y preocupada.
Vio salir a una mujer de una de las tantas oficinas, la mujer hablaba por teléfono, en un tono bastante elevado.
Isabella suspiró y esperó paciente para preguntar por la mujer de la cual solo tenía su nombre.
—Disculpe, me podría indicar dónde puedo ver a la señorita… —se detuvo y buscó el papel para comprobar el nombre—. Aquí está, estoy buscando a la señorita Chantal Ri… Ri, lo siento, creo que anoté mal.
La mujer la miró con desagrado.
—Chantal Rinaldi, soy yo, ¿qué quieres?
—Qué suerte, yo… yo soy Isabella Russo, soy la novia de Brett, su chofer, estoy aquí por el empleo.
—Lo veo —la miró con gesto de superioridad—. Llegas tarde y en pésimas condiciones, mírate esas fachas, lo siento, pero no me interesa tener en mi equipo alguien con tus características.
—Por favor, señorita, necesito el empleo, yo haré lo que usted quiera, puedo asear sus oficinas, ordenar sus documentos, hacer sus recados.
Chantal la miró de nuevo, con un gesto de asco en su rostro. Isabella siguió insistiendo.
Fueron interrumpidas, Isabella se quedó en silencio al ver que se trataba del hombre del acento gracioso.
—Hola de nuevo —dijo en italiano y con una sonrisa—. Chantal, te espero en una hora en la sala de juntas.
—Hola Max, por supuesto, ¿necesitas algo más?
Fue ignorada por completo, Chantal notó el modo en que Maximiliano, su ex prometido, miraba a la extraña parada frente a ellos.
—¿Max, es todo?
—Maximiliano, sabes que no me gusta que me llames Max, eso es todo, con permiso señorita.
Molesta por el modo en que la trató y la importancia que le restó delante de la extraña, Chantal lo insultó mentalmente.
Miró a Isabella parada frente a ella, Isabella comprendió que sería una pérdida de tiempo y pretendía marcharse.
Chantal no la detuvo, pero al recibir un mensaje que comprobó, se le ocurrió una idea, respondió el mensaje.
—Oye tú, sí, si tú, ven aquí —vociferó logrando que Isabella se detuviera.
Ella corrió emocionada ante la odiosa mujer.
—¿Así que quieres trabajar?
—Sí, si señorita, yo puedo hacer lo que usted guste, aprendo rápido, me desempeño bien en todo, soy muy…
—¡Shhh!, cállate —ordenó y la miró de arriba abajo—. Gírate… otra vez... creo que tengo algo para ti.
—Lo que sea, señorita, haré lo que usted quiera.
—¿Estás segura?
Isabella asintió.
—Bueno, lo que sea, menos robar, mentir o matar, señorita.
—Sígueme, tengo una propuesta para ti.