La nave de Zac avanzó en el aire, con Leónidas y Rhaizen inconscientes, pero vivos, rumbo a Siberia. El plan de Zac era simple: capturarlos, interrogarlo todo lo que pudiera y, eventualmente, obtener la información que necesitaba para tomar el control completo de la espada.
Rhaizen, al despertar, se dio cuenta de que estaban siendo trasladados en una nave de guerra. Miró a su alrededor y luego a Leónidas, quien también comenzaba a recuperar la conciencia.
—Estamos en manos de Zac... —dijo Rhaizen con voz cansada.
Leónidas miró a su alrededor, comprendiendo que la lucha no había terminado. Sabía que el general ruso los estaba llevando a un lugar donde la lucha podría ser aún más peligrosa, pero no iba a dejarse doblegar. No mientras la espada estuviera en sus manos.
El aire gélido de Siberia se colaba a través de las paredes de la sala de interrogatorio, mientras Leónidas y Rhaizen permanecían inmóviles, atados y exhaustos. Habían sido trasladados a una instalación subterránea, oculta entre las montañas. La fría luz de los fluorescentes iluminaba el lugar, haciendo que todo pareciera aún más sombrío y amenazante. Zac no iba a perder el tiempo, y eso significaba que iban a ser sometidos a un interrogatorio sin piedad.
A su alrededor, los oficiales rusos se preparaban para comenzar. Los ojos de Leónidas y Rhaizen se encontraban llenos de furia contenida, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder. No importaba cuántos golpes o torturas les infligieran, no hablarían.
Zac, desde el control de la operación, observaba los monitores en su oficina, esperando obtener información clave. Su rostro era un lienzo de frustración, sin poder entender cómo dos seres con tal poder podían resistir el sufrimiento físico.
—No tenemos todo el tiempo del mundo —dijo Zac con voz grave, mirando el reloj. Entonces, volvió a mirar la pantalla, donde se veía a sus hombres golpeando incansablemente a Rhaizen. La mirada del general reflejaba solo una cosa: ira. Ira porque no obtenía la respuesta que deseaba.
Pero el dolor no parecía quebrantar a los prisioneros. Ni Rhaizen ni Leónidas gritaban, ni siquiera titubeaban. Cada golpe era recibido con una fuerza implacable de resistencia. El general lo sabía. No estaban allí para hablar. Pero no dejaría que eso fuera un obstáculo. A pesar de que no conseguían información, había algo en sus ojos que despertaba una desesperación creciente dentro de él.
La sesión de tortura se alargó por horas. Ambos luchadores fueron sometidos a un sinfín de métodos, cada uno más doloroso que el anterior. Físicamente, la situación era insostenible, pero el espíritu de Leónidas y Rhaizen no cedió ni por un instante. Sus cuerpos sangraban, sus músculos estaban agotados, pero su mente seguía intacta.
La madrugada llegó sin que nada de valor fuera extraído. Zac, quien seguía observando con rabia desde su cámara de control, comenzó a perder la paciencia. Aunque tenía sus dudas, sabía que no podía seguir con este enfoque. Necesitaba algo más para conseguir lo que deseaba.
En la sala de interrogatorio, uno de los oficiales miró al otro, con un leve gesto de desaprobación. Pero Zac no había terminado. Con un simple gesto de su mano, ordenó la activación de un dispositivo que liberaba una corriente eléctrica que recorrió sus cuerpos. Rhaizen dejó escapar un leve gruñido, pero Leónidas no hizo más que apretar los dientes, manteniendo su orgullo intacto.
Finalmente, después de muchas horas de tortura y frustración, Zac ordenó que los prisioneros fueran dejados en paz por el momento. Los dos héroes, aunque debilitados, no iban a ceder.
—No importa lo que hagan, no hablarán. Pero no es por la fuerza... —dijo Zac, mientras sus ojos brillaban con odio, sintiendo que algo más se estaba gestando en el aire. Una sensación que no podía describir.
Cuando la oscuridad cayó sobre la instalación, y el silencio se hizo más denso, Leónidas y Rhaizen sabían que no podían esperar mucho más. A pesar de las heridas, el cansancio y el dolor, el plan de escape ya había comenzado a tomar forma en sus mentes.
Rhaizen, con su aguda percepción, detectó el cambio en la patrullas. Era ahora o nunca.
—Leónidas, es nuestra oportunidad. Debemos salir de aquí antes de que refuercen la vigilancia —dijo en voz baja, con un tono determinado.
Leónidas asintió, su mirada fija en la puerta de la celda. Aunque sus fuerzas estaban mermadas, su voluntad seguía siendo imparable. Juntos, se prepararon. Las alarmas no tardarían en sonar, pero para ese momento, su escape ya debería estar en marcha.
Los dos comenzaron a moverse sigilosamente, con precisión. Usaron las sombras para moverse entre los pasillos de la instalación subterránea. Con cada guardia que se cruzaban, la lucha era inevitable. En pocos segundos, los soldados caían, derrotados por la habilidad y el instinto de los prisioneros.
—No tienen oportunidad —murmuró Rhaizen mientras derribaba a otro guardia con un golpe rápido.
Al llegar a la zona de los hangares, los dos vieron sus oportunidades. Había un avión de combate militar, estacionado junto a una serie de vehículos blindados, el cual parecía ser su única salida.
—Esto es lo que necesitábamos —dijo Leónidas con una ligera sonrisa, mientras se acercaba a la aeronave.
Rhaizen, que ya había dominado el arte del sigilo y las tácticas de combate, comenzó a desactivar las alarmas. Estaba claro que su plan de escape sería todo un desafío, pero no había vuelta atrás.
Justo cuando estaban a punto de abordar el avión de combate, Leónidas sintió algo. Un llamado, una atracción que no podía describir, pero que lo estaba impulsando. Una fuerza, como un lazo invisible, lo estaba tirando hacia un lugar que solo él podía entender. Miró a su alrededor, y aunque el avión de combate era su salida, algo más le urgía.
—Rhaizen, espera. Tengo que volver —dijo Leónidas, sin vacilar, su voz llena de determinación.