El avión de combate surcaba el cielo de manera errática, zigzagueando sin rumbo. Leónidas, con la espada en una mano y el control del avión en la otra, luchaba por dominar el aparato, pero no tenía experiencia con algo como eso. Rhaizen, sentado a su lado, trataba de ayudar en la medida de lo posible, pero tampoco sabía manejar el avión. Ambos se encontraban fuera de su elemento, sin la habilidad necesaria para pilotar una máquina tan avanzada.
—¡Aguanta! —gritó Rhaizen, mientras las turbulencias golpeaban el avión, haciendo que se tambaleara peligrosamente—. ¡No nos vamos a estrellar!
Leónidas, con su poder inhumano, trataba de estabilizar el avión, pero cada vez que creía tenerlo bajo control, el sistema de navegación fallaba, y el aparato se descontrolaba nuevamente.
De repente, la gravedad de la situación se hizo evidente. El avión comenzó a descender rápidamente, y un resplandor rojo de alarma iluminó la cabina.
—Esto va a terminar mal —dijo Leónidas, con voz calmada, pero sabia que ya no había vuelta atrás.
Ambos se aferraron a lo que podían mientras el avión descendía de manera descontrolada hacia la tierra. Con un rugido ensordecedor, el avión impactó contra el suelo en un campo cercano a un pequeño pueblo en Inglaterra, la colisión haciendo que la nave se desintegrara en una explosión de metal y fuego.
El impacto dejó una marca profunda en la tierra, y ambos sobrevivieron milagrosamente, aunque gravemente heridos. Leónidas, aún con la espada en mano, se levantó con rapidez, su cuerpo resistente curando las heridas con cada segundo que pasaba. Rhaizen, aunque aturdido, también se recuperó y miró al horizonte, donde ya podía ver el humo de la devastación que habían dejado atrás.
—¿Dónde estamos? —preguntó Leonidas, mirando a su alrededor.
—Inglaterra —respondió Rhaizen, con el rostro serio y la mirada fija hacia el mar, como si ya intuyera lo que se avecinaba.
De repente, la calma fue interrumpida por un fuerte rugido en el cielo. Leónidas levantó la vista y vio los buques de guerra rusos acercándose, dirigidos hacia ellos. Zac no había tardado en descubrir su paradero, y ahora venía a cobrar venganza. A través de las antenas y sistemas de detección, Zac había rastreado su aterrizaje forzoso y sabía que tenía que eliminar a los dos prisioneros antes de que causaran más estragos.
—¡Tenemos que movernos! —exclamó Rhaizen, con la mirada llena de urgencia. Pero Leónidas, una vez más, sabía lo que debía hacer.
—Nos dirigimos al mar —dijo, sin dudar, con una determinación de hierro. Aunque el país entero estaba siendo bombardeado y destruido por los buques rusos, Leónidas y Rhaizen se adentraron rápidamente en el agua, nadando hacia la flota enemiga.
Desde los buques de guerra rusos, Zac observaba cómo la costa inglesa era destruida por bombardeos masivos. El sonido de las explosiones retumbaba en todo el país, mientras las fuerzas armadas de Zac arrasaban con todo a su paso. Era una visión apocalíptica. Londres, uno de los centros más icónicos del mundo, era reducido a escombros.
—Destruyan todo —ordenó Zac, desde su puesto de mando, su voz resonando con furia. Él no tenía intención de dejar nada en pie. Cada bomba que caía sobre el suelo inglés era como una extensión de su odio hacia Leónidas y Rhaizen, y no permitiría que escaparan.
Los aviones de combate rusos patrullaban el aire mientras los cañones de los buques disparaban sin cesar, aplastando edificios y dejando una estela de destrucción imparable. La ciudad fue arrasada, no quedando más que ruinas. Sin embargo, cuando los barcos rusos comenzaron a bombardear la costa, Leónidas y Rhaizen habían logrado nadar hasta la flota.
Con un rugido imparable, Rhaizen saltó sobre el primer buque, derrapando sobre la cubierta con la agilidad de un depredador. Los soldados rusos intentaron detenerlo, pero no tuvieron oportunidad. Con una precisión letal, Rhaizen destrozó a cada uno de ellos, moviéndose a gran velocidad y eliminando todo obstáculo que se interpusiera.
Leónidas, por su parte, avanzó directo hacia el centro del caos: el buque insignia de Zac. Allí estaba, observando desde lo alto, seguro de que su ejército podría destruirlos sin problema. Pero Leónidas tenía algo que Zac no iba a poder detener: la espada divina.
Al llegar al buque insignia, Leónidas saltó sobre la plataforma, con su espada iluminando el ambiente oscuro como una antorcha en la noche. Los guardias rusos intentaron detenerlo, pero nada pudo impedirlo. Con un solo golpe, destrozó la entrada y abrió camino directo hacia Zac.
Zac, al sentir la presencia de Leónidas, se levantó de su asiento. Sabía que este enfrentamiento era inevitable. Con una mirada de desafío, levantó la espada sintética que había creado, una imitación de la espada de Leónidas, pero cargada con un poder amplificado por el amuleto oscuro que había obtenido. Su poder era colosal, y el amuleto potenciaba cada movimiento, dándole un control absoluto sobre su fuerza.
—¡Ven! —gritó Zac, lanzándose hacia Leónidas con una velocidad sorprendente. El choque de sus espadas resonó con tal fuerza que pareció sacudir el mismo buque.
Leónidas, sin embargo, no se amedrentó. Con su espada divina, la fuerza de su voluntad se multiplicaba. Cada golpe que daba parecía desmantelar la defensa de Zac, quien luchaba con desesperación para igualar el combate. Aunque la espada de Zac era potente, nada podía compararse con la magia y el poder que residían en la espada de Leónidas.
—¡Es inútil! —gritó Leónidas, al ver cómo Zac retrocedía bajo la presión de cada golpe. Zac, por primera vez, mostró señales de inseguridad. No importaba cuánto intentara, no podía superar la fuerza de Leónidas.
Con un último golpe, Leónidas desarmó a Zac, dejando su espada sintética caída a sus pies. Zac, agotado, cayó de rodillas, mirando a Leónidas con un resplandor de rabia y desesperación en sus ojos.
—Esto termina ahora —dijo Leónidas, levantando su espada.