Letras de un Adolescente

capitulo I

Mi nombre es Brisa, y estoy a punto de cumplir mis tan deseados 15 años. Acabo de conocer al amor de mi vida… aunque sé que mi vida no va por el mejor camino. Estoy en medio de esa extraña transición de niña a mujer, lo que complica un poco mi existencia: cambia cómo me veo, cómo actúo… estoy tratando de hacer lo correcto, salir por fin de mi capullo, dejando todo lo malo atrás—es decir, esos 14 años que están a punto de terminar.

La vida era extraña. Seguía siendo una niña, y, sin embargo… todo en mí estaba cambiando. Incluso cumplir 15 años hacía que todo pareciera más precioso, más importante. Quería estar siempre presentable, hermosa. La coquetería hacia los varones comenzaba a revolucionar mis hormonas.

Él, en ese momento, estaba con alguien que le hacía sufrir mucho. ¡Vaya! Qué bueno fue eso para mí, porque todo comenzó una noche de fiesta, en un barrio donde mi hermana tenía una amiga. Íbamos seguidos por allá. ¡Nos recibían tan bien! Por eso, terminamos yendo todos los días.

Estaba por cumplir mis 15 años. Cada día era lo mismo: preparar el vestido, pararme en un banquito para arreglar los últimos detalles, armar los souvenirs, la torta… todo para la gran noche. ¡Mi noche! Todos estarían ahí, mirándome como si fuera la estrella más brillante del mundo. Solo pensarlo me llenaba de nervios. Eran mis 15, no podían ser tan complicados… pero lo eran.

Me puse de acuerdo con mi hermana. Ella tenía solo tres años más que yo, pero era la encargada de todo: cada detalle, cada invitación. Todo. Invitamos a los chicos del barrio. Todo era puro entusiasmo para Milena, mi hermana. Para mi mamá. Y para mi papá, que no lo decía, pero estaba nervioso también—iba a entrar conmigo y enseñarme a bailar el tan deseado vals.

Soñar siempre fue mi gran virtud… o mi gran desventaja. Soñaba despierta. A veces me volvía un poco distraída, y por eso, en la escuela, no era de las más brillantes. De hecho, formaba parte del grupito del fondo—ya sabes cuál: ese que no suele ser el mejor.

El día de mi cumpleaños me sentía un poco sensible. Mis sentimientos, entre nervios y entusiasmo, colmaban mi recién comenzada mañana, al sonar de una guitarra tocando una hermosa pieza musical: “Estas son las mañanitas que cantaba el rey David”. Era la melodía favorita de mi padre para eventos especiales, como lo eran para él los 15 años de sus princesas.

Todo iba perfecto. Desperté alegre, aunque algo nerviosa. El desayuno especial estaba sobre la mesa, listo y perfecto, como solo mi madre sabía hacerlo. El ambiente se iluminaba de un amarillo casi mágico, que entraba por los ventanales y se reflejaba en los árboles de ese hermoso otoño.

Al llegar la hora del almuerzo, los nervios colmaron el momento por un simple comentario de mi padre. Si tengo que ser honesta, no fue gran cosa… solo pregunté si había algo diferente para comer, y él respondió con voz grave:

—Si no te gusta, no comas.

Recuerdo la situación como si fuera ayer. Al escuchar ese comentario, salí llorando a mi habitación. Esa simple actitud mía hizo que mi madre y mi hermana salieran disparadas para ver qué me pasaba.

Al llegar a mi cuarto, me encontraron sentada, llorando en la cama. Milena se acercó despacio y me abrazó:

—Flaqui, no te hagas drama. Sabes cómo es el viejo. Quédate tranquila —me decía, intentando calmarme.

—Hija, no le hagas tanto caso. Sabemos cómo es tu padre —continuó mi madre, mientras me abrazaba.

Secaron mis lágrimas y me ayudaron a levantarme para volver a la mesa. El mediodía pasó como una brisa suave, silencioso y veloz, dándole paso a una cálida tarde de otoño. El golpeteo de la puerta trajo consigo mi amiga Rocío, de estatura mediana, ojos sombríos y tristes como una noche de invierno. Su cabello oscuro caía hasta la cintura, su piel morocha y su alegría eran algo especial, considerando la vida que llevaba. Llegó en su bicicleta, vestida con un pantalón gris de gimnasia y una remera blanca con flores rosas.

—Te recomiendo que vayas cómoda —me dijo, con esa picardía tan suya, sin darme tiempo a saludar.

Cumplía 15, no quedaba más que sonreír y seguirla. Me recogí el pelo en una media cola, me puse un pantalón azul de gimnasia y una musculosa blanca. Estaba lista para mi “festejo”.

Subí al portaequipaje de su bicicleta, y me llevó hasta el suburbio donde nos esperaban todas ellas, en la esquina de ese barrio de pasillos angostos y de un brillante color amarillo. En el centro, un playón de piso de tierra que parecía sonreír, rodeado de sauces que bailaban con la brisa de otoño.

No alcancé a bajar que mi cuerpo —y mi cabello— quedaron cubiertos de amarillo, ocre, rojo y blanco: mayonesa, huevo, harina… todos los aderezos formaban una pasta difícil de sacar. Unos minutos después, una manguera lo terminó todo, y el barro hizo lo suyo: estábamos irreconocibles.

Nos bañamos en la terraza, porque no querían dejarnos entrar así: sucias, embarradas. Decían que si usábamos la ducha, íbamos a arruinar las cañerías.

Fue realmente hermoso. Nunca olvidaré ese momento.

Más tarde, ya limpias, nos sentamos alrededor de una pequeña mesa en la terraza, con salamines, pan, gaseosa y una picada. Levantamos los vasos y brindamos por mis hermosos 15 años.

Al caer la noche, como siempre, nos reunimos con los chicos del barrio.

¡Fue ahí! Ese día lo conocí. Caminaba hacia mí como la entidad más bella que jamás hubiera visto. Sentí que el mundo se detenía entre nosotros. Todo parecía congelado. No quedaba nadie: solo él y yo.

Se acercaba lentamente, con un andar melancólico y sereno. Se presentó como un caballero. Tomó mi rostro con sus manos, me dio un beso y sonrió:

—Soy Luciano. Buenas noches… y feliz cumpleaños.

No podía creer lo que veía. Era belleza pura. El príncipe de carne y hueso. Ese que todas esperan. Mi corazón se detuvo… y luego comenzó a galopar, desesperado. No entendía qué pasaba. Me asusté. La timidez apareció.




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