Letras de un Adolescente

La gran noche

Llegó el fin de semana de mi fiesta de 15 años. Todos los preparativos estaban listos. ¡Ya era el día! El momento más esperado había llegado.

Caminé hacia donde me esperaba Lorena, quien se encargaría de maquillarme. Me senté en aquella silla frente al espejo decorado con luces a su alrededor. Me sentía volar, una mezcla de placer y nervios: esa sensación única cuando algo grande y hermoso se avecina.

Lorena tomó la brocha y la esparció con suavidad por mi rostro. Aplicó una sombra color celeste, cielo, y un labial rosa claro y delicado que combinaba perfectamente con mi atuendo. Soltó mi cabello como si abriera la primavera más bella, coronándolo con una tiara de flores de suave color rosa.

El reflejo en el espejo dejaba entrever la belleza de la juventud, como si alguien me observara desde adentro... quizás yo misma. Una parte de mí no entendía del todo lo que ocurría. Solo me contemplaba, casi como a una desconocida. Sonreí. Me giré. Volví a mi alcoba.

Sentada al borde de la cama, reía al observar el vestido blanco con bordados delicados en el tul que lo cubría. Desde la parte inferior asomaban unas cintas rosas hermosas. A su lado, estaban las sandalias, de un tono perfecto para combinar con mi corona. Todo encajaba. Todo era armonía.

No faltaba nada.

Solo debía ponerme ese vestido de ensueño… y caminar hacia el auto que me llevaría a mi noche.

Los nervios parecían estar a flor de piel, me sentía feliz, feliz por algo que no entendía.

Al llegar al salón, todos me estaban esperando. Las mesas, perfectamente alineadas a los costados, formaban un pasillo central impecable. Cada una estaba decorada con manteles blancos que conducían hacia el fondo, donde una mesa especial resplandecía con vajilla delicada y copas de fino cristal que reflejaban la luz, como si cada centímetro del salón celebrara mi presencia.

Las paredes vestían globos rosas y blancos que parecían saludarme como si supieran que esa noche era solo mía. Estaba tan emocionada y nerviosa que olvidé, por completo, algo que días atrás me había hecho palpitar el corazón: no recordé a Luciano. Y sí, él estaba ahí… pero mi entusiasmo me hizo ignorarlo.

Mis ojos se desviaron hacia otra persona, también muy especial. De porte delicado, piel morena, sonrisa de ángel… Marcos. Me gustaba, pero no más que eso. Decidí por él, simplemente por evitar dolores y desilusiones. A veces uno elige lo simple, lo seguro. O lo cree.

Y entonces… llegó el momento más esperado: el vals.

Mi padre, nervioso, me tomó de la mano. Horas antes me había enseñado a bailarlo, se veía en sus ojos el brillar de emoción casi perfecto, casi único, Fue dulce, emotivo, mi padre más allá de su seriedad, era lo más hermoso de mi mundo, era único y para él éramos eso únicas y hermosas niñas que él amaría eternamente. Al terminar me observo como quien no quiere dejar ir lo más preciado del mundo y me entrego a unas manos suaves y firmes, Alcé la vista. Luciano. Con un gesto dulce, inclinó ligeramente su cuerpo, como haciendo una reverencia.

—¿Podría concederme esta pieza? —dijo, y su voz parecía música.

Lo miré, absorta. Tan dulce, tan caballero. Sentí de nuevo que todo mi cuerpo se detenía. El corazón golpeaba mi pecho como si quisiera escapar. Sonreí. Asentí. Y acepté su invitación.

Al bailar con él, el mundo se hacía pequeño. Sentía que los dioses me habían concedido un milagro. Sus ojos brillaban como estrellas relampagueantes. Y yo… yo flotaba entre astros que solo giraban a nuestro alrededor sin entender sin pensar, solo observaba sus hermosos ojos fijos que parecían sonreír a los míos. La noche terminó. La llovizna no cesaba. El auto que debía llevarme a casa ya se había marchado. Nuestros amigos se habían quedado ayudando a limpiar el salón, pero aún quedaba un largo camino de regreso. No tenía otra ropa: solo ese vestido blanco que ahora sentía parte de mí.

Al salir, el agua cubría las calles. El lodo se hacía presente y la lluvia se hacía aún más tupida. Me quedé observando a través de la puerta, en silencio: “¿Cómo voy a caminar así? Encima con vestido blanco…”

Entonces, unas manos tiernas rodearon mi cintura. Me giré, algo sorprendida. Era Luciano.

—Te ves hermosa —susurró, mirándome directo a los ojos.

Me quedé sin palabras. Sus ojos resplandecían. No sabía qué decirle. Luciano sonrió. Me tomó en sus brazos, como si fuera una princesa.

—Te llevaría hasta la luna si fuera posible —me dijo, al oído, como un suspiro.

Solo atiné a decir:

—Gracias…

—De nada —respondió con dulzura, sin dejar de sonreír.

Durante gran parte del camino, me llevaba en sus brazos para cruzar los charcos estacionados en calles de la desolada madrugada. Luego me bajaba con tanto cuidado, como si sostuviera una piedra preciosa. Al llegar a casa, me sonrió. Me apoyó en la vereda, aún mojada.

—Dulces sueños, hermosa. Te soñaré como la flor más bella e inalcanzable —dijo, mientras rozaba levemente mi cintura. Luego se fue, dejándome con el alma en vilo.

No pude ni decir gracias. Se alejó… como se va una estrella al llegar el día

La magia desapareció. Comenzó otro día.

Me desperté recordando cada instante. ¡Qué hermosa noche! Como un cuento de hadas. Solo eso: un cuento imposible.

Entonces lo recordé: Luciano tenía dueña.

Reí y me reincorporé a mi presente. Mi nuevo día.

—En un rato vamos al barrio —gritó Milena.

—¡Ok, dale! —respondí alegre.

Pasaron las horas y a las cuatro de la tarde partimos como siempre. <<Otra vez de nuevo. Qué felicidad… lo vería. ¡Otra vez!>>

Al llegar, subimos las escaleras a casa de Elizabeth —la amiga de Milena y hermana mayor de Antonella. Mate de por medio, charlamos sobre la fiesta anterior. Todo era alegría total y pura

—¡Vamos al kiosco! —invitó Antonella.

—¡Dale! De paso compro vicio —repliqué entusiasmada.

Al bajar las escaleras, Marcos me esperaba, apoyado en la casilla del gas. Parecía nervioso.




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