De repente, las cosas comenzaron a cambiar.
Una noche, estaba sentada afuera, tomando un poco de aire. De pronto, Luciano se acercó lentamente. Mi corazón tembló, los nervios se hicieron presentes
—¿Puedo? —dijo, apoyándose en una casilla de gas. —Sí —respondí. —¿Qué haces acá sola? —Nada… tomando aire. ¿Y vos? ¿Cómo están tus cosas?
—Mal. No pueden estar peor. —¿Qué pasó? Si puedo saberlo… —Sí, claro. ¿Viste a mi novia? —Sí. —Está todo el día con su amigo Carlos. Lo prefiere a él. Ya no doy más. Hoy la invité a caminar y a tomar un helado. Me dijo que estaba cansada. Que se sentía mal. Llegué para ver cómo estaba y me los encontré a los dos, riendo y abrazados. Se hicieron los desentendidos. Ella solo dijo que se iba a acostar. Que me fuera y volviera después. Y bueno… acá estoy. Con vos. Compartiendo un buen momento.
—¿Y qué vas a hacer? —Nada. Mañana volver. —¿Qué se siente estar enamorado?
—¿Por qué lo preguntas? —Perdona… no te ofendas. Pero vos estás muy enamorado de ella, ¿no?
—Sí. Es hermoso… pero se sufre mucho, en serio. ¿Y vos? ¿Te enamoraste o estás sufriendo por alguien?
—Te pregunté qué se sentía estar enamorado porque yo también sufro por alguien imposible.
—¿Qué tan imposible?
—Mucho, creo. Él está muy enamorado de otra persona…
—¿Sabes algo? Siempre hay una esperanza. Y siendo vos… qué tonto sería si te deja escapar.
De pronto, una voz interrumpió:
—¡Brisa! Subí, ya es tarde. Nos vamos a acostar —gritó Milena.
—Ok, ya voy.
—Bueno, hermosa… fue un placer hablar con vos. Me alegraste el mal día. Cuídate mucho, preciosa. Que descanses.
—Gracias, igualmente. Que descanses.
Me sonrió con dulzura. Y antes de perderse entre sombras, dijo:
—Gracias por escuchar a este loco. Quién sabe… quizás sueñe con vos.
Desde esa noche, comenzamos a acercarnos cada vez más. Ya nada era igual. Él no quería ver a su novia. Prefería charlar conmigo. Pasaba más tiempo en el pasillo a mi lado que en la casa de ella. Pero la familia de su novia no quería que se separaran. Y mientras el mundo nos miraba, nosotros fingíamos que nada pasaba.
Solo nuestras miradas sabían la verdad. Cuando yo pasaba cerca, él me miraba como si el tiempo se detuviera. Aunque estuviera con ella. Aunque todo fuera más complicado de lo que parecía.
El fin de semana siguiente se hizo una fiesta en la casa de Edgardo. Yo, como siempre, estaba algo bajoneada, sentada en una reposera, observando las estrellas y pensando en Luciano.
Él estaba solo esa noche.
Como un deseo tierno que se vuelve realidad, se acercó con las palabras más hermosas.
—¿Qué te sucede? —me preguntó. —Nada… estoy aburrida. —No estás aburrida. Estás decaída. —¿Tanto se me nota? —Sí… porque tus ojitos están chiquitos, y vos sos de tenerlos grandes y bien abiertos. —¿Me estás diciendo ojona? —respondí, sonriendo. —No… solo que tienes una mirada muy transparente. —¿Ah, sí? Mirá que vos también se te nota cuando estás mal. —¿Por qué? —Por el ojito… —dije, con la mirada saltando de un lado a otro. Su presencia me ponía nerviosa.
Me tomó de las manos con una dulzura pura, casi luminosa. Mi corazón galopaba como nunca.
—¿Siempre miras para el costado como si tuvieras a alguien en vista?
—No…
Con suavidad, tomó mi rostro con ambas manos y lo elevó hacia sus ojos.
—Mírame… y dime, ¿qué ves?
Mi corazón golpeaba mi pecho como queriendo escapar, incontrolable. Parecía que iba a salir corriendo, disparado con Cada palabra suya, parecía que mi mundo se volvía más y más pequeño, Cada segundo observando sus ojos era la gloria jamás conseguida.
—No lo sé —respondí apenas.
—No… lo sabes. O no me lo quieres decir —dijo, con esa mirada que brillaba como estelas perdiéndose en la noche oscura de mis pupilas.
Agaché la cabeza. Decidí callar. ¿Qué podía decirle?
Sentía que me amaba. Pero no podía ser. Él estaba enamorado de Natalia. Era ilógico pensar en esto.
Y, sin embargo… su presencia me desbordaba.
Su piel blanca como la luna, su cabello oscuro como la noche. Iluminando mi vida con rayos de amor que salían de sus pupilas, tan profundas como la noche misma. Una noche sola… acompañada de dolor y desdén. Porque aún no sabía si era para mí… o para ella.
Seguimos bailando. Nuestros cuerpos hablaban con miradas de fuego y pasión contenida. Y parecía imposible ser más feliz que esa noche.
De pronto, una voz fuerte rompió la música:
—¡Cambien esa música! ¿No ven que quieren bailar más juntos? —gritó Marcos.
Al oír esto, solo giré la mirada. Era él. Celoso. La ira devoraba esos ojos que alguna vez me habían regalado ternura. Bajé el rostro. Decidimos no decir nada. Y ese silencio fue pólvora: Marcos, al notar nuestra indiferencia, lanzó la botella de cerveza con violencia, estallándola contra el suelo, Se abalanzó contra Luciano como un demonio lleno de odio.
Luciano me empujó lejos, protegiéndome del ataque. Caí al suelo, golpeada contra el piso. Él cerró el puño y lo lanzó directo al rostro de Marcos. Este cayó, pero se levantó como si nada. La sangre tiñó las manos de Luciano de un rojo profundo. El rostro de Marcos, cubierto de a gota a gota, caían en silencio, como si él mismo se derrumbara hacia su propio precipicio.
Me incorporé y me coloqué entre los dos. El rostro de Luciano estaba desfigurado por la furia. Lo vi, y lo supe: estaba dispuesto a todo con tal de que Marcos no me lastimara.
Me dolía el cuerpo, pero abracé a Marcos con toda mi fuerza, como si con ese gesto pudiera devolverle algo de humanidad. De pronto, sentí un ardor frío en el brazo… y luego, calor. Un vidrio, ahora teñido con el rojo de mi sangre, cayó al suelo.
Al ver esto, Marcos Desbordado.
—Perdón… yo solo… perdón. Te juro que no fue mi intención. Nunca quise hacerte daño, lo siento, no fue mi intención.
Le pedí a Luciano que se calmara. Él avanzaba como un lobo.
Editado: 13.09.2025