Diciembre, junto a enero, trajeron a febrero al ya acordado viaje.
Éramos los que quedábamos…
y los que se iban sumando de a poco al grupo.
Todos y cada uno compramos los pasajes
que nos llevarían al destino Córdoba.
El viaje nos encontró más unidos que nunca,
aunque el clima no ayudaba:
la lluvia no cesaba,
el calor parecía haberse esfumado,
quedando un ambiente templado a fresco.
Pero con todo el calor de la amistad.
Sonriendo
y compartiendo otros momentos inolvidables.
La casa en la que nos hospedábamos era muy amplia:
una habitación donde dormíamos los seis,
baño, cocina,
y un cuarto casi vacío.
La noche nos encontró encerrados,
ya que la lluvia no paraba.
Pero jamás nos quitaría la diversión.
Edgardo tomó ropa de mi hermana y mía,
presentándose perfectamente vestida como mujer,
sonriendo e imitándonos.
Realmente sabíamos cómo pasar el tiempo juntos.
Él tenía esa magia para hacernos reír de todas las formas posibles.
Incluso vistiéndose como anciano,
siempre encontraba una manera de alegrarse
y de alegrarnos a todos.
Las risas colapsaron la casa,
olvidando por completo que las calles estaban inundadas.
Aunque la lluvia continuaba sin parar,
el ambiente de aquella casa
se volvió el lugar más cálido y hermoso.
La lluvia se calmó y partimos al boliche,
bailando como siempre,
divirtiéndonos como nunca.
Al terminar, compramos bizcochos y tomamos mate,
para luego levantarnos e ir al balneario a comer un delicioso pollo asado.
Partimos a la siesta con todo el cargamento,
ya que el sol nos regalaba un hermoso día de verano,
donde el agua, los juegos y la diversión
culminaban en lo mejor de la amistad.
Nos ubicamos a comer en una mesa perfectamente colocada al lado del río.
Todo era más que perfecto.
Al caer la noche, nos dirigimos de nuevo a nuestro hospedaje para tomar un poco,
y luego partir a un pub.
Nos bañamos y salimos hacia ese lugar, otra vez a bailar.
Tomamos unas fotos—las que permitía un rollo de 36:
juntos, separados, con gestos…
y todo aquello donde la risa tejía la unión de la amistad.
La noche concluyó con un regreso a casa,
comprando facturas para tomar mate,
y luego acostarnos hasta lo más tarde posible.
El fin de semana terminó.
El domingo le dio paso al lunes.
Dormimos casi todo el día.
La noche nos trajo el silencio de un pueblo quieto.
Nos reunimos en una de las habitaciones a tomar,
hasta que el sueño o el día vinieran a nuestro encuentro,
riendo y comentando todo lo hermoso del fin de semana,
felices por el grupo que se había formado,
que al parecer… duraría para siempre.
Luciano fue al baño a ducharse.
Y mis instintos volvían a formar parte de mí,
trayendo a mis pensamientos la primera vez.
La tentación de irrumpir en aquel baño para otra vez sentir su piel, su tacto,
me dominaba con un placer único.
Pero simplemente ahogué aquella pasión,
tomando las riendas de otro modo.
Sabía que él se cambiaría en la habitación,
la cual en ese momento se encontraba sola.
Y viendo que el resto estaban muy entretenidos,
caminé a pasos sigilosos,
mirando la puerta del baño…
y luego me dirigí hacia la habitación.
Me recosté en la cama de una plaza,
junto a la pared,
esperando que él entrara.
Al pasar unos minutos, él ingresó.
Comenzamos a besarnos, volviendo a sentir su cuerpo,
sus manos ardientes de pasión.
Nos amábamos como la primera vez.
Ahora el dolor era casi imperceptible,
colapsando en una pasión casi perfecta.
Sentía nuevamente sus manos en mí,
recorriendo cada recoveco de mi ser.
Nos amábamos cada vez más,
cada vez sintiendo menos vergüenza y pudor
por mi cuerpo desnudo aferrado a su espalda,
caminando por su columna,
amándolo con la fuerza de un huracán.
Olvidábamos por completo al resto.
Solo él y yo,
amándonos indescriptiblemente.
Nos dormimos abrazados,
sintiendo esa magia de lo imposible.
Al despertar…
de nuevo esa culpa maldita,
esa vergüenza de haber cometido un sacrilegio,
me invadió el alma.
Y, como si nada… lo ignoré por completo.
Pero su mirada se entristeció.
Y el alma me lloró por primera vez.
Decidí salir a caminar.
No podía estar haciéndole esto.
No debía.
Mi hermana me acompañó.
—Milena: ¿Qué te pasa, flaca?
—Brisa: Nada… no lo sé.
—Milena: ¿Por qué te pones así? Vos amás a Luciano. No te hagas esto.
—Brisa: Si pudiera explicarlo, sería más sencillo… pero no puedo.
Detrás de nosotras, Javier y Luciano salieron.
No sabíamos si iban a caminar juntos,
o si se sumaban a nosotras.
Llegamos a una plaza.
Mi hermana, con su buena onda, aplacó un poco mi actitud
y comenzó a tomar fotos.
Y, por lo menos, el mal se esfumó.
Luciano simplemente no dijo nada.
Se acercó a mí.
No preguntó.
Solo… me aceptó.
Con todo y con todos mis males.
Los días pasaron
y volvimos a nuestra ciudad.
De nuevo a casa.
A las juntadas de los viernes.
Y ya pensando en el próximo viaje—
no sabíamos ni cómo ni cuándo,
solo sabíamos que lo haríamos.
Editado: 04.10.2025