Ley de Atracción

8. Los bebés del jefe

Narrado por Hyacinth

 

—Lo siento tanto, mi hijo necesita tiempo para procesar lo que ha sucedido. A todos nos impactó la muerte de Beatrice.

Oh, no, lamento decirle que solo ha intensificado lo estupidez de su hijo en lugar de que este duro golpe le haga madurar de una vez por todas.

—Sí, señora Ferrari. Me imagino.

Estamos en el edificio donde vive Massimo, en el último piso. Un penthouse maravilloso en las afueras de la zona céntrica de Milán lo cual me hace concluir que a este gente le gusta mucho mirar el mundo desde arriba.

—Es cuestión de tenerle paciencia, entiendo que esto puede tomar su tiempo. Está intentando rehacer su vida, lo del pasado fin de semana fue un error.

Por supuesto que no quiero recordar la imagen que apareció en todos los medios y redes sociales de él completamente ido con una chica cabalgando de su cintura en medio de una fiesta de música electrónica, sumando la escena en que se agarró a los golpes con la gente de seguridad.

—Lo intentaré, pero no puedo dar garantías—le admito, con una punzada en el corazón por no ser lo suficientemente valiente como para salir huyendo hasta Roma en este instante.

—Comprendo, cielo. Si no lo haces por él, hazlo por ellos—me advierte en cuanto llegamos al piso en cuestión, abre la puerta y una empleada nos recibe con dos hermosas criaturas en un carrito para mellizos.

El corazón no me entra en el pecho al ver a esas criaturitas sentadas.

Son dos varoncitos, uno de ellos está acostadito con sus manos y los piecitos sujetando un peluche, mientras que el otro yace sentado intentando abalanzarse hacia adelante, estirando sus bracitos en dirección a su abuela en cuanto la ve.

Dios, son hermosos en verdad.

—Por todos los cielos—digo, aterrada antela idea de que está solos.

Completamente solos.

Con un padre incompetente tratando de salir adelante en una vida que parece ser un caos y una madre que acaba de morir.

—Hola, mis amores—dice Gigi completamente feliz de verles. Toma al que le estira los bracitos en sus brazos y lo recoge para llenarlo de besos.

El otro, al ver la situación, abandona rápidamente su peluche y estira los brazos en dirección a la abuela también.

—¿Entiendes lo que digo?—me advierte la señora Gigi Ferrari—. Debo marcharme, mi marido me espera en Sicilia y tenemos asuntos urgentes que atender, acá recibirás la ayuda que necesites—. La empleada asiente con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro y un suspiro que me demuestra que no es tarea sencilla.

Acto seguido la mujer carga al bebé que lo pide y me acerco a este.

—Hola, belleza—digo, notando que tiene los mismos ojos oceánicos que el padre—. Eres muy bonito, ¿lo sabes?

—Cárgalo, cielo.

—¿Qué?

—Vamos, cárgalo—me dice Gigi.

Entiendo que me está poniendo a prueba, pero sé cómo se hace, así que no se sorprenda. Lo hago, cargo al niño quien se deja hacerlo y la empleada le entrega nuevamente el peluche mientras lo tengo en mis brazos.

Le doy un beso ruidoso en la mejilla inhalando profundamente su aroma a bebé y la abuela me insiste:

—¿Entiendes de lo que hablo ahora? Hazlo por ellos, inténtalo al menos por ellos, cielo. Si no puedes, lo sabré entender. Pero lo necesitamos todos.

No necesitan una niñera para los bebés.

Necesitan que el padre se acerque a los bebés.

Y eso solo una persona de extrema confianza lo pueden hacer.

Alguien a quien conocen, precisamente, desde bebé.

A mí.

—¿Sí?—insiste Gigi y luego de un largo suspiro, asiento y abrazo a la criatura en mis brazos.

—Sí, señora Ferrari. Aquí estoy.

No puedo dar garantías, pero lo estoy intentando…

 

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